lunes, 18 de enero de 2010

Ficciones

De como una noche hice tratos con el diablo 


Una noche en Curu-pachay, anduve en tratos con el diablo. La noche invitaba a malos pasos en ese sitio de malandras. Que cómo había llegado. Nunca nadie pudo explicármelo. Según creo, no puedo aseverarlo con certeza, me encontraba mirando un daguerrotipo muy antiguo, más antiguo aun que la suma de mis años. El ambiente enrarecido por el humo, los taitas acodados en el estaño, el organito en un rincón. Todo era tan real que, hasta diría, podía tocarse con la mano. Después, un sueño incierto, lentamente comenzó a acomodarse en mi cabeza. ¿Cuánto hay de verdad y cuánto de fantasía?, no podría decirlo sin temor a equivocarme. 

Lo cierto es que, hasta donde recuerdo, estaba yo acodado en el mostrador del boliche, de estaño lustroso, con un majestuoso balón de cerveza helada en mis manos. El vaso transpirado dejaba relucir entre sus gotas, largas como lágrimas, el líquido dorado transparente que saciaba mi sed y nublaba mi mente. 

Allí estaba, por estar nomás, parado frente al espejo de dudosa imagen, donde se alineaban alguna que otra botella de Esperidina Bagley, unas seis o siete de Ginebra Llave, dos o tres de Vermú y una de Caña Doble Mariposa. Allí estaba, por estar nomás, sin otra preocupación que saciar mi sed y nublar mi mente. 

Antes, según cuenta el gordo Soriano, el boliche solía llenarse de malas almas, gente de pasado oscuro que de seguro andaba debiendo alguna muerte. Según el relato del gordo, en épocas mejores, más de uno hizo allí tratos con el diablo. La diferencia era el pedido, aunque el precio era el mismo. Sin importar si era limpia o sucia, el diablo siempre se quedaba con las almas. Y por pedir, esa gente de mirada esquiva no era de pedir grandes cosas. Que el amor de una chinita que lo malquería, que unos pesos para que no faltara el chupi y la comida. Elementos de poco valor como para entregar a cambio el alma. 

 El gordo Soriano me contó que la cosa empezó a complicarse para el diablo, cuando comenzó a venir el tío Heraldo. El hombre solía sentarse silencioso y de tanto en tanto, desde su rincón rasgaba alguna melodía en la guitarra. En los primeros tiempos, la melodía era chiquita, casi tan chiquita como él. Una melodía casi silenciosa, casi tan silenciosa como él. Muy pocos recuerdan el sonido de su voz en esa época. Solía venir como a eso de las 10 y se sentaba en su rincón. 

Desde que él vino, nadie más le disputó aquel rincón. Sin pedirlo, sin exigir, sin que nadie se explicara el cómo o el por qué, el tío Heraldo se quedó con el rincón y allí acariciaba a su guitarra. 

Mirando bien, enseguida se notaba que él no era de allí, con el simple hecho de pasear la vista por entre esas caras torvas de bufosos en la cintura. Pero estaba allí y nadie le pedía ninguna explicación. Lo dejaban para que tocara su música chiquita. Así, como al descuido, se fue haciendo de aquel lugar y pudo entrar en aquellos corazones duros, desquiciados. Y así, con voz chiquita, les fue contando mansamente su historia. Despacito, sin despertar sospechas, entre canto y canto. 

Cuenta el gordo Soriano que una noche, por culpa de una china que lo acariciaba demasiado con la vista, el tío Heraldo estuvo a punto de morir. Algunos aseguran -Ave María Purísima-, que en verdad estuvo muerto. Incluso él, que desde ese día dejó de ser el que fue siempre. 

Al gordo Soriano siempre le gustaron las historias entreveradas con aparecidos y esas cosas. Ponía tanto empeño en relatarlas, que estoy seguro que hasta él se convencía que eran ciertas. Soñaba, entre el humo de los cigarros Saratoga, que un día vendría un ángel de los cielos para sacar campeón a San Lorenzo. Pero nunca -aseguraba- me verán hacer un trato con el diablo para ver a mi equipo vencedor. Cuestión de principios -me decía- el santito nunca me lo perdonaría, y ya se sabe, además, que el diablo es de Independiente. 

Y así andaban las cosas -comenzó el relato el gordo-, normales entre tanta anormalidad, cuando un día apareció el ‘Bigote’ Amaya, luciendo como joya a su nueva hembra. Edith se llamaba; ‘Mi Negra’, le decía. 

El ‘Bigote’ era un morochazo que andaba debiendo como cinco muertes a la justicia, las más por cuestiones de polleras. Cuando alguien miraba de más o insinuaba alguna cosa a sus mujeres, el pelaba el cuchillo ‘verijero’ que llevaba y arreglaba la afrenta con un tajo. 

La Edith tenía cierta cosa en su mirada que aturdía a los hombres y los hacía hacer cosas poco convenientes. En sus ojos había algo de malicia, algo así como un veneno, un dulce, almibarado, pero letal veneno. 

Así andaban las cosas -continuó diciendo el gordo-, hasta que un día La Edith clavó sus ojos en el tío Heraldo. Él continuó con su música chiquita, haciendo caso omiso de aquel cruce insistente, descarado, que de antemano intuía peligroso. Y bien se sabe que no hay fiera más cebada que una mujer que se siente despechada. Le hervía la sangre cegada por la bronca. No podía entender como aquel hombre de voz y música chiquita, no cayera rendido ante el sortilegio de sus ojos. Y su mirada se instaló en forma permanente en aquel rincón y, aunque no hubiese razón, el ‘Bigote’ Amaya comenzó a mascar rabia. 

La Edith acariciaba al tío Heraldo a la distancia y toda aquella bronca contenida, fue transformándola en amor apasionado. Amor que burbujeaba en su sangre. Amor que le nacía desde acá y la hacía resplandecer entre tanto malandraje. 

Amor correspondido -dijo el gordo Soriano- porque aquella música chiquita fue creciendo poco a poco y atrevida se metía entre ella y el ‘Bigote’ para acariciarla despacito, hasta abrazarla entera. 

La situación se iba poniendo evidente para todos, pero el tío Heraldo nunca atravesaba la barrera de lo tácitamente permitido, nunca se animaba a dar ese gran salto. Pero un día, aturdido por el alcohol, el morochazo decidió que no había razón para seguir aguantando aquel insulto y, sin mediar palabra, le dio una cachetada a La Edith que sonó en el boliche como si fuese un tiro. Los labios carnosos estallaron en sangre y se desplomó sin aliento hasta quedar tendida en el suelo. 

En la cabeza del tío Heraldo explotaron mil tormentas y como si fuese un león se abalanzó sobre el ‘Bigote’. Amaya, conocedor de reacciones, sacó como una luz el ‘verijero’ y ahicito nomás le dejó un surco sangrante en la cara, que mentía una continuación de la boca hasta la oreja. 

El tío Heraldo se paró en seco, sin entender lo que había sucedido, sin reparar que los pequeños ríos de sangre que comenzaban a correr, salían de su cara. Estuvo así dos o tres segundos, se tocó la cara y con una furia hasta allí desconocida, se tiró encima del ‘Bigote’. 

La lucha fue corta, desigual. Con un movimiento rápido, repetido, conocido hasta el hartazgo, Amaya clavó el puñal en forma certera y allí quedó tendido el tío Heraldo. 

Pero la historia verdadera empieza acá -aclaró el gordo Soriano- porque esa muerte no difería mucho de otras muertes por causas de polleras. La distancia entre cinco o seis finados no era demasiada en la historia del ‘Bigote’. 

La verdadera historia comienza acá -insistió el gordo-. Manos anónimas se apiadaron del herido y aunque lo daban por muerto, por lo certero de la puñalada que se instaló en medio de su pecho, lo llevaron hasta un catre que había en la trastienda. Era un mar de sangre derramada, que La Edith, ya recuperada, insistía en detener, tapando con trapos viejos aquel agujero por el que se iba la vida a su amado. 

Como si tal cosa, el ‘Bigote’ Amaya, con movimientos estudiados, salió a la calle, clavó el cuchillo en la tierra para limpiar la sangre y se fue haciendo nada en la penumbra, silbando bajito una milonga incierta. Nunca más volvieron a verlo en aquellos andurriales. 

Y allí estaba La Edith, meta llanto y rezo, pidiendo a Dios por la vida del tío Heraldo. El hombre estaba cada vez más blanco, cada vez más frío. 

Pero mire lo que son las cosas -dijo el gordo Soriano- ahora debo remitirme en forma estricta al relato que don Heraldo hizo del momento, y pido a Dios que nadie cambie mis palabras. 

El hombre, según dice, anduvo un tiempo con miedo a contar lo sucedido. Por vergüenza o por temor a que lo tomaran por un loco. Lo cierto es que -me atengo a sus palabras- mientras la sangre se iba por la herida, sintió una sensación de paz inmensa. De repente comenzó a ver su propio cuerpo al que La Negra infructuosamente intentaba reanimar. Y así, despacito, como quien no quiere la cosa, se fue alejando por un callejón muy largo y luminoso. 

Todos coinciden en eso -dijo el gordo Soriano- he andado haciendo averiguaciones con algunos que también dicen que sacaron pasaje de ida y vuelta y todos dicen lo mismo. 

Y allí andaba entre tanto túnel luminoso, diría que volando, según cuenta el hombre y a su lado iban pasando las cosas de su vida: La infancia en Olmos, los juegos compartidos con sus siete hermanos. Volvió a ver de manera fugaz las gambetas de Eduardo, el segundo de los varones, que dejaba el tendal de jugadores en el camino, intentando que no hiciera el gol casi cantado. 

Y así anduvo hasta que se encontró con Amanda, la segunda de sus cuatro hermanas ¿Que hacés acá?, le preguntó, vos todavía no pertenecés a este lugar. Vení que te llevo a hablar con el Supremo. 

El Supremo poco tenía que ver con las estampitas que las viejas reparten en las Iglesias, pero había en él algo de solemne, de autoridad indiscutida. Hicieron un aparte con Amanda y después, con gesto conciliador dijo: mire m’hijo, a veces hasta los empleados de Dios se equivocan con tanta burocracia. Con Ud. hubo un error, sería un desperdicio que después de tanto amor a la distancia, venga a morirse así, de esta manera, sin haber podido siquiera darle un beso a La Negrita. 

Así fue, según relata el tío Heraldo, como tuvo que emprender su viaje de regreso. 

Pero hasta aquí podría tratarse de una pesadilla de un atormentado por la fiebre, de no haber mediado este detalle. Cuando volvía, deslumbrado por las luces, se me acercaron dos viejitos -dice el gordo que suele relatar el tío Heraldo- y con voz dulce me dijeron: vaya tranquilo m’hijo, que esta noche y muchas otra noches, La Edith va a estar para cuidarlo, ella es una buena chica. Y por favor, no se olvide de decirle que los dos estamos bien, que no sufra por nosotros. 

Pasó un tiempo, nadie sabe precisar cuánto, y de entre los muertos, las gentes incrédulas vieron resucitar al tío Heraldo. A su lado estaba La Negra. Sus ojos habían perdido ese brillo de noches anteriores y en sus ojeras sólo había lugar para el cansancio. 

El hombre no se animaba a contar lo sucedido y una tarde, ya casi recuperado, mientras saboreaban un amargo, La Edith, entre charla y charla, se animó a mostrarle el retrato de sus padres, muertos hacía años. El rostro, cruzado por la inmensa cicatriz, se puso blanco, como el papel se puso blanco. El hombre no podía creer lo que veía. Esas caras que le mostraba La Edith eran las mismas que había visto por última vez en el túnel luminoso. Averiguó detalles, no podía confundirse -el error sería fatal- y con un llanto profundo de alegría se abrazó a ella y le contó lo que en verdad había vivido. 

Y desde entonces, su voz chiquita se fue haciendo grande, y lo vieron cantar con la voz en cuello y las milongas salían como empujando, juguetonas, del encordado de su guitarra. Desde aquella vez, ya lejana en el recuerdo, el tío Heraldo encontraba buena cualquier oportunidad para hablar de su encuentro con Dios y de como había vencido al diablo, encarnado, según él en el ‘Bigote’ Amaya. 

Así, de esa manera, cuenta el gordo Soriano, el boliche se fue despoblando de malandras y el maligno perdió clientes, animosos de cambiar su alma por alguna que otra chuchería. 

Allí estaba yo, por estar nomás, parado frente al espejo de dudosa imagen, donde se alineaban alguna que otra botella de Esperidina Bagley, unas seis o siete de Ginebra Llave, dos o tres de Vermú y una de caña doble Mariposa. Así, por estar estando, sin otra preocupación que saciar mi sed y nublar mi mente. 

 Así estaba yo, mezclado entre tanto pensamiento, cuando comencé a sentir un olor como de azufre y una mirada clavada en mis espaldas. Allí estaba. Sin darme vuelta comencé a bicharlo por el espejo y por su mirada me di cuenta que se trataba del maligno. 

Se acercó como temeroso, andaba sabiendo que yo era el sobrino del tío Heraldo y que no sería muy fácil engatusarme con su canto de sirenas. Al fin de cuentas, ese hombre chiquitito, casi más le espanta toda la clientela. 

 Pidió una ginebra, que es la bebida preferida del maligno. Aunque sabés bien que me gusta la Bols y no la Llave, le reprochó enojado al bolichero. Sacó de entre sus cosas un atado de Particulares 33, esos cortones de filtro amarronado, y con un movimiento imperceptible lo encendió con la yema de sus dedos. 

Los fumadores de Particulares y de Jockey somos los más fieles, aseguró en voz alta, como para entrar en tema. Las modas pasan, pero a estos cigarros no los cambiamos por ninguno, apuntó reforzando su mensaje. Ya la cosa estaba clara, con un cuarto de giro se acomodó sobre uno de sus brazos y dirigiéndose directamente a mí, soltó como al descuido la pregunta intencionada: 

- ¿Y qué anda haciendo un joven como usté por estos lados?, me increpó Satán maliciosamente. ¿Andará buscando hacer algún trato conmigo? 

- Me parece que golpeó en la puerta equivocada, contesté haciéndome el guapo. Me parece que se ha quedado sin clientela y anda medio confundido, afirmé sonoramente como para disimular el miedo. 

- Mire mozo, dijo, calándose el chambergo hacia un costado, yo no sé de ande ha sacado usté esas zonzeras, para andar repitiéndolas como un tilingo. Los ojos le brillaban como brasas cuando decía estas palabras. Para que lo sepa, yo no ando por allí buscando hacer clientela, los clientes sobran y vienen solos. Aunque lo niegue por el miedo, de seguro debe andar usté necesitando mis favores, de no, no andaría en estos pasos. 

Y el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo, solía decir siempre mi abuela Valentina. Conocedor de hombres, el muy pícaro había encontrado un punto débil. 

- No me diga que usté, aunque esté vestido de niño bien, no se ha hecho alguna vez preguntas a las que nunca pudo dar respuesta. No me diga -mentiría si lo dice- que no tuvo alguna vez intención de probar lo que es prohibido. 

De esta forma el muy ladino, encendió en mi cabeza la mecha de la duda. 

- La curiosidá es un bicho muy dañino -me dijo- pero es la curiosidá la que hace el mundo sea mundo. No se atormente por sentir curiosidá, en su lugar me pasaría lo mismo. Lo que pasa es que yo tengo todas las respuestas y para mí, el juego perdió un poco el sentido. Qué le parece mozo si jugamos un poco a las adivinanzas y sin que saliera de mi boca un sí o un no, solito empecé a entreverarme en sus palabras. 

-Supongamos -dijo- que usté se corta un dedo. ¿Qué va a decir: yo y mi dedo?. Supongamos -dijo- que usté se corte un brazo. ¿Qué va a decir: yo y mi brazo?. Supongamos -dijo- que usté se corte la cabeza. ¿Qué va a decir: yo y mi cuerpo o yo y mi cabeza?. ¿Quién es usté? ¿Dónde está su yo? ¿En su cabeza o en su cuerpo o en ninguna de esas partes? 

Debo confesar que la pregunta me dejó atolondrado y el maligno aprovechó el resquicio que dejaba la duda y atacó a fondo, aunque más no sea para joderme la existencia. 

- Y qué diría mozo si yo le ofreciera dos opciones para vivir el resto de su vida, ¿cuál de las dos elegiría? La primera -prosiguió- es una vida sin sobresaltos, sin altibajos, sin conocer demasiado el sufrimiento, pero tampoco conocer de cerca lo que es la verdadera felicidá. Podría decirse una vida de llanura, o mejor dicho, una vida mediocre, para usar palabras que son comunes a las gentes. La segunda, un día entero de dicha plena, conociendo las palabras indecibles, los aromas inhallables, los sabores inimaginados, los colores indescriptibles, los amores cercanos a la gloria y después de lo supremo, una vida cercana al sufrimiento, viviendo la nostalgia de lo que fue y no volverá jamás a repetirse. 

Atolondrado entre tanto palabrerío peligroso, caí en la trampa como un chorlito.

-Sin dudar, elegiría la segunda -contesté-. 

-Concedido, contestó riendo a carcajadas el maligno. Y no me debe nada, puede quedarse con su alma y desapareció dejando una estela de humo y olor a azufre. 

 Aquí estoy, por estar nomás, parado frente al espejo de dudosa imagen, donde se alinea alguna que otra botella de Esperidina Bagley, unas seis o siete de Ginebra Llave, dos o tres de Vermú y una de caña doble Mariposa. Aquí estoy, por estar nomás, sin otra preocupación que tomar esta cerveza para saciar mi sed y nublar mi mente en la nostalgia de lo que fue y jamás volverá a repetirse. 

San Luis, 20 de marzo de 1998. 


La difícil tarea de ser Dios 


Si hubiese sabido que ser Dios era tan difícil, les aseguro que no hubiese acepado este trabajo. Trabajo insalubre, si los hay. Lo primero que tenes que hacer -me ordenaron los Dioses que detrás de Dios la trama empiezan- es a los hombres, a tu imagen y semejanza. 

Como es difícil imaginarse a uno mismo, de a poco los fui construyendo con lo que de mi me imaginaba. Los saqué primero medio deformados, reconozco. 

Y allí surgió la primera queja. Debí haberlos dejado al oscuro o no inventar superficies reflejantes. 

La curiosidad hizo el invento, queriéndome saber hice el espejo, espejo que inventa, para colmo deformado. Bicho raro, digo yo, es el espejo. Más me miro y más me desconozco; así torcidos me salen los humanos. 

Lo de la luz es un caso misterioso, ya que lo que rojo ves, es lo que el rojo no tiene de rojo, porque el rojo que ves es la luz que sale rechazada. En la oscuridad todo lo rojo deja de serlo. Ese si que es un caso misterioso. 

Primero los hice de ojos poderosos, capaces de ver hasta el sonido más oscuro. Segunda queja: preferimos no ver a los sonidos, demasiado confuso me dijeron. 

Les puse oídos en la oreja (que ya estaba inventada para colgar aros). Los doté de un oído muy potente, tan potente que ningún olor pudiera escaparse. 

Los olores nos aturden, se quejaron y así fue que el olfato fue a dar en la nariz (que ya estaba inventada para ayudar a respirar). 

Y así que la mujer, que la costilla, que la manzana y que la nuez de Adán me dijo Eva y que váyanse al carajo yo pensaba. 

Lo más difícil fue inventar lo de la muerte, claro, si no consideramos este artilugio complicado que es el tiempo. La muerte tan temida. Para mi también fue la cosa tan temida, porque debían ser a imagen y semejanza mía y como se sabrá, yo nunca muero y si ellos se morían, ¿no sería también mi propia muerte? 

Así estaba, que la invento o no la invento, discurriendo los que si y los que no y los tal vez y no me animo. Esa muerte tan absoluta y diferente, lugar indiscutido de encuentro con el yo. Experiencia inigualable si las hay; nada tiene que ver tu muerte con otras muertes, aunque coincidan todos los detalles. Instante supremo en que se cierran los circuitos. Instante personal definidamente indefinido para todos, de dejar de ser para no saber si seré o no otro. Los pormenores de develar si existe un más allá me están vedados por los Dioses que detrás de mi la trama empiezan. 

Difícil tarea esta de ser Dios, les aseguro. Cuando se me ocurrió esta travesura del tiempo, no supe que después no podría arrepentirme. Lo eché a andar y ahí andan los pobres soportando tamaña carga, no entienden que es una travesura para desorientar a los Dioses que tras de mi la trama empiezan. La eternidad es un instante, perfecto, indivisible, sin atrás ni adelante, círculo que se cierra por si mismo, pero el tiempo... Cómo puede explicar uno al tiempo sino en función de los daños que produce. No hay tiempos felices, tiempos de paz, tiempos del tiempo, solo hay tiempo que tritura, que atraviesa mundos y universos, galaxias y vacíos. Tiempo que muere en el mismo instante en el que nace. Esa fracción unívoca indivisible y sumable en un continuo. Tiempo que corre hacia adelante y nunca se desvía en su sentido. 

Ese fue mi gran secreto para desorientar a mis mandantes -tan secreto que hasta aun yo mismo desconozco sus principios-. Tan eternos, tan perfectos, quedaron envueltos en el tiempo que le demandan sus largos conciliábulos tratando de explicarlo. 

Pero cómo explicar el infinito conociendo solamente lo que es el cero. No era justo que los hombres tuviesen el castigo divino de ser eternos, contemplándose a sí mismos hasta el infinito, sin otra preocupación que, justamente, el ser eternos. 

El tiempo, convengamos, le dio un toque de alegría a este juego de la vida. Sin un tiempo acotado y una muerte al acecho, cuál habría sido el sentido de los hombres. Mis mandantes dijeron crea hombres, y sin muerte hubiese hecho dioses, competidores al fin, aburridos en su círculo inmanente. 

Pero ellos no supieron valorarlo. Me putearon tantas veces como les fue posible, olvidando que yo no puedo ser puteado, no sólo por un principio natural de jerarquía, sino porque para ser puteado uno necesariamente debe haber sido hijo y yo no fui. 

Difícil tarea esta de ser Dios, ya no hay respeto. Que misterio esto de ser hijo. Cuando les di el libre albedrío, debieron entender que podrían elegir entre aquellas cosas que yo les proponía, pero muy hombres ellos, a imagen y semejanza mía decidieron elegir todo lo que se les ocurría. Así surgió esto de ser padres y ser hijos. Bueno, esto fue casualidad, lo que decidieron en verdad fue tener sexo, o más bien utilizarlo. 

Así fue que yo quedé desorientado. Como saber si está bien o mal lo que nunca he probado, como saber de sexo quien naturalmente es asexuado. Lo de ser padre más o menos lo tengo asumido, pero esa extraña sensación de ser un hijo... En esto seguro nadie puede entenderme, porque sólo yo puedo entender esta realidad de no ser hijo. Todos pueden imaginarse no ser padres, pero nadie puede haber dejado nunca de ser hijo. 

Difícil tarea esta de ser Dios, les aseguro. 

Tan complicada puede ser como entender los principios del hambre y la comida, del matar para vivir y de la supervivencia del más fuerte frente a mis ingenuas ganas de protección hacia el más débil. Intenté ser ecuánime les aseguro, pero cuando arreglaba algo, desordenaba lo otro. Para no soportar tantas presiones inventé este artilugio al que llamé libre albedrío, que permite que lo malo sea bueno y viceversa, según el cristal que utilice para verlo. 

¿La razón de la verdad o la verdad de la razón? ¿Qué es lo ciertamente verdadero? Complicada tarea esta de ser Dios, les aseguro. 

(Continuará, porque Dios así lo quiso) 


El tristicidio 



El Hombre entró como otras tantas veces a otros tantos consultorios. Saludó como otras tantas veces al médico, aunque cada vez con más distancia, un mero formalismo cultural todavía latente en su cuerpo. El Hombre tenía aspecto saludable, de edad indescifrable, vestido con ropa elegante y tal vez cara. Quizá treinta, quizá cuarenta, o a lo mejor cincuenta años. 

Su mirada desmentía lo saludable de su andar. Contrastaban las formas atléticas de su cuerpo con el cansancio que reflejaba su mirada. Después del “buenas tardes” y del “por favor tome usted asiento”, despaciosamente se hizo lugar en la butaca giratoria y en forma casi distraída comenzó a escudriñar cada una de las paredes del lugar. 

- ¿Qué le anda pasando mi amigo? dijo el médico, apelando a una fórmula usada durante años para romper el hielo de la primera visita. 

- Me gustaría saberlo, dijo el Hombre. 

- Pero dígame al menos qué le duele. 

- Dolor, así como quien dice dolores fuertes, no tengo. No, lo mío es otra cosa. 

- Otra cosa como qué, preguntó curioso. - Otra vez las mismas boludeces, las mismas preguntas para nada -pensó. - Otras cosas que hacen que las palabras se amontonen en mi garganta y no me salga nada. Quiere que le diga la verdad, siento que me muero, pero no me pasa nada anormal. Solamente siento que me muero y aquí me tiene, sigo vivo. Mi corazón late a un promedio de 80 pulsaciones por minuto, mi presión arterial es 130 - 80, siempre igual. No me agito cuando corro, pero igual siento que me muero. Usted es el quinto o sexto médico que veo y todos terminan igual, desorientados. 

Visité -aunque no creo en ellos- curanderos, pays, brujas y otras tantas porquerías y aquí estoy, fuerte como un roble, pero sintiendo que me muero. 

- ¿Dígame -apuntó el médico- no ha intentado resolver su tema consultando a un psicólogo? 

- Ya le dije, no soy supersticioso, pero entre otras tantas cosas que hice, también hice terapia. El psicólogo descartó que estuviera deprimido, no obstante me hizo recetar un antidepresivo. 

- ¿Y? 

- ¿Y? Eso mismo pregunto yo: ¿Y? 

- En verdad, amigo, no se si usted creerá en mis palabras, pero hay síntomas coincidentes. 

- ¿Coincidentes con qué o con quién? 

- No lo registran los libros, porque en apariencia no existe conexión entre estos casos, pero estoy seguro que la hay. 

- ¿Cuál sería entonces mi mal, mi enfermedad? 

- Yo la he llamado -aunque no estoy seguro de que sea una efermedad - “tristicidio”. 

- ¿Tristicidio? 

- Exactamente: tristicidio. Una mezcla de suicidio y homicidio colectivo provocado por la tristeza. Porque justamente es eso el causal de esta enfermedad: la tristeza. No es depresión, ni ninguna otra patología psiquiátrica, sino nuestra archi conocida y ancestral tristeza. No busque información sobre esta ¿enfermedad?, porque no existe. Al término lo inventé yo y no estoy seguro de que en verdad se trate de una enfermedad, al menos como a las que estamos acostumbrados. 

- Y cómo son los síntomas, porque yo no tengo ninguno, sino esa inmensa sensación de que me estoy muriendo. 

- Los síntomas son tan variados como el cuerpo lo permite y en algunos casos son asíntomáticos, como el suyo. Hay quienes sienten un fuerte dolor en el pecho que los hace pensar en un infarto, en otros pareciera que es una fuerte gastritis, incluso pensamos a veces que se trata de una úlcera. Otros, en cambio, sienten que les falta el aire, que no pueden respirar, pero hechos los estudios pertinentes, no encontramos nada, salvo el tema recurrente de que sienten que están al borde de la muerte.

La muerte, mi amigo, es el único limite cierto que conocemos, más allá de cualquier creencia religiosa. Lo único cierto al final de nuestro camino es la muerte, lo demás es pura especulación. Lo que creo que pasa es que, aunque concientemente no querramos llegar al fin de ese camino, la vida, la sociedad, Dios o el nombre que usted quiera ponerle, hace que nos acerquemos hasta el borde mismo de la cornisa.

¿Nos empujamos o nos empujan? ¿Es homicidio o suicidio? 

- No entiendo bien, pero siga, me interesa el punto de vista... 

- “Antes la gente era feliz con mucho menos”, me dicen algunos pacientes que sufren de tristicidio y es verdad. Los primeros síntomas los comencé a detectar en las postrimerías del milenio que pasó. Tres, cuatro, cinco años, quizá más. 

“Antes la gente era feliz con mucho menos”, dicen mis pacientes y porque sabían mucho menos, le agregaría yo. Hoy, en forma permanente nos cargamos de agresiones, vivimos en directo la muerte por TV, la corrupción entra a nuestra casa con cada noticia. Vamos al teatro y el boletero nos coimea para conseguir un lugar mejor. 

El mensaje es “tener es poder” y nos abalanzamos sobre todo y sobre todos para tener. Pisamos cabezas, nos revolcamos en la mugre por tener. Si pudiésemos tendríamos tres o cuatro autos último modelo, en lo posible de los mas caros, aunque todavía no hayamos podido físicamente desdoblarnos en tres o cuatro o al menos tener tres o cuatro culos diferentes para disfrutar la comodidad de sus asientos. ¿Entiende mi amigo? 

- No mucho, pero de todas maneras me parece interesante el análisis. 

- Tener es Poder, y el Poder hace que tengamos. Pero qué pasa cuando no tenemos o sencillamente no nos interesa ni el tener ni el poder. Quedamos fuera, así de fácil. 

Entonces, es cuando se va generando esta pseudo enfermedad que yo le explico. Si uno no se queda afuera, lo sacan de circuito. Cuando yo era pibe, un fútbol me alcanzaba para ser feliz, a lo sumo lo complementaba con el trompo y las bolitas. Hoy son el fútbol, las bolitas, el robot, el canal por cable, la computadora, internet... y la lista se hace interminable. Es lo mismo que con el ejemplo que le di de los cuatro autos. Así como no tenemos cuatro culos, tampoco se tienen cuatro vidas paralelas para disfrutar el sin número de cosas conseguidas. Allí es donde se pierde la noción del valor para el que lo tiene y donde se genera la sensación de inalcanzable del que no lo tiene. Y allí es donde comienza a generarse esta desesperanza colectiva. ¿Me sigue? 

- No se a dónde quiere llegar, pero prosiga... 

- A ver, intentemos de otra forma. Si usted está en el equipo de los que tienen, va perdiendo paulatinamente la noción del valor -no confundir valor y precio, como dice Serrat-. Las cosas valen no por su precio, sino por el esfuerzo que nos cuesta conseguirlas y la importancia que cobren para nosotros. Alguien que consigue sus cosas fácilmente y por medios no demasiado lícitos, pierde la noción del valor de las cosas y comienza a luchar ya no por el tener, sino por el poder. 

No importa que don Bill Gates no pueda gastar ni en veinte vidas el dinero que ha juntado, sino que ahora se trata de un juego de Poder. Las cosas se aceleran de tal manera en esa situación, que probablemente él tenga esta misma sensación que hoy Ud. tiene: estar al borde de la muerte. Todo lo que se podía conseguir lo consiguió, pero lucha por más, intentando de esa manera alejar el fantasma de la muerte. Él lo empuja a Ud. y cada vez que lo empuja se empuja a sí mismo hacia el abismo, hacia al angustia, hacia el tristicidio. 

Veamos ahora que es lo que sucede en el otro extremo de la cuerda, en el que se juntan los que son espectadores, los que materialmente tienen poco por perder, salvo la vida. Ellos van acumulando “no se puede” y, como dice Sallenave, el escritor, “de tantos no se puede se nos va la vida”. El litro de leche, el kilo de pan, el plato de comida, son objetos inalcanzables. Los horizontes se cierran y no se vislumbra una salida. 

No importa sino entiende por ahora, pero ya vamos al llegar al meollo de la cuestión. Fíjese sino, yo pude llegar a este diagnóstico a través de la visión de un economista, pero un economista que no sólo hablaba de economía, sino que intentaba explicarla a través de la filosofía. Como verá, todo lo que parece profundamente disociado termina formando un todo indisoluble. 

-Perdóneme doctor, pero lo que yo le dije al comienzo es que me siento al borde de la muerte. Con todo respeto, me parece que está hablando boludeces. Usted me habla de economía, de lo que falta y lo que sobra y en verdad, a fuerza de ser honestos, no tengo apremios económicos, mi familia funciona como un relojito. Todos tenemos salud, el dinero no falta, tampoco los amigos, con mi pareja todo está normal, tenemos buen diálogo con mis hijos... en realidad, se trata sólo de esta sensación de vacío, de límite cercano, en definitiva, de no saber que hacer con mi vida. 

-Es difícil explicar, a ver si con un ejemplo avanzamos un poquito. Días atrás me desperté sobresaltado por un sueño. Allí, en ese sueño descubrí una forma de escribir. Historias circulares, diría, donde el principio está al fín o en cualquier lado. Una calesita de colores, luces girando, una trama que empezaba en todos lados y ninguno y al no tener principio tampoco tenía fin. No he podido (no lo he intentado aún) poner palabras a esas formas hasta hoy no utilizadas, pero se que ese sueño tenía algo de verdadero. Empezar por el final y seguir por el principio. El medio será el justo fin, siguiendo esta lógica, pero ¿cómo finalizar con un punto en el medio? 

Trate de entender, por un momento, la dialéctica del tengo y no puedo, y del quiero y no tengo. O mejor (o peor) aún, del tengo y no quiero (o no me importa) y del me obligan a tener y ya no puedo. Out. Está fuera de sistema. 

-En verdad, doctor, me parece que el que tiene calesitas de colores es usted y yo estoy preocupándome al cuete por mi estado. 

-No, espere, no se confunda. Mire, Alberto, un amigo, me hablaba tiempo atrás de lo irracional del pensamiento del hombre. “Los escuchas decir -aseguraba- ¡Salvemos al planeta!, como si al planeta le interesara que los hombres lo salvemos. Somos un instante insignificante en la vida del planeta y pretendemos transformarnos en salvadores. ¡Qué soberbios que somos! El planeta se destruirá y se generará a su antojo, más allá de nuestros deseos. No podemos ver un poquito más allá de nuestra nariz y por eso no somos felices”. 

Por eso, amigo, estoy tratando de ajustar un montón de historias a su historia. En este instante, usted es la tierra que pretendo salvar, o al menos contarle qué le pasa. Por eso, aún así sabiéndome soberbio y aunque coincidiera total o parcialmente con Alberto, quizá desde mi soberbia más pequeña -que no pretende salvar al planeta, sino hacerlo más habitable para todos y fundamentalmente para nuestros hijos- pretendo recrear historias, inventarlas, jugar con esas cómplices o enemigas (según el caso) que terminan siendo las palabras. 

Quizá con historias circulares, romboidales o cuadradas, según cuadre. 

-¿Y qué tiene que ver todo esto con mi supuesta enfermedad? 

-Todo tiene que ver con todo. Esto que hace poco nos sucedió a la raza humana, por una cuestión caprichosa del momento en que comenzaríamos a contar los años, también tuvo su aporte al tristicidio. 

Todo el día estuvimos escuchando sonar doce campanadas hora tras hora. Que las primeras en las Islas Fiji, que las segundas en tal o cual lugar. Después las sirenas, los fuegos artificiales, la magia de los rayos láser recorriendo el cielo, los abrazos, los besos, los buenos deseos y más tarde las toneladas de basuras por las calles. Cuando nos tocó el turno nuestro, el turno de las doce campanadas, el turno de los fuegos artificiales, el turno de los millones de litros de sidra y de champagne, el turno de los besos y los abrazos, el turno de las toneladas de basuras, sentí que me había quedado sin futuro, que el futuro estaba allí y que en nada se parecía al paraíso prometido desde el año en que comencé a entender el sentido de las palabras. 

El paradigma del futuro era, sin lugar a dudas, el año 2000. En ese año todo sería mejor: nosotros, los hombres del futuro de aquel lejano y tan cercano año ‘60, habríamos resuelto todos los problemas del hambre y de pobreza que aquejaban al mundo en aquella época. Las brechas entre los que menos y más tienen se irían cerrando hasta convertirse en nada en el dorado año 2000. Las enfermedades habrían prácticamente desaparecido en ese futuro venturoso. Pero salvo los millones de kilos de pólvora gastados en el mundo en esas 24 horas, que a intermitencias de 60 minutos se iban repitiendo, todo era igual. Y encima, con mi generación nos habíamos quedado sin modelo de futuro. Era el 2000 y las computadoras no resolvían el problema de los hombres apretando sencillamente un botón verde. A lo sumo, el único botón que aliviaba el trabajo era el del levanta vidrios automático de los autos, que ahora sí se suben solos. 

Así es nomás amigo esto del tristicidio, enfermedad incurable hasta ahora, enfermedad que excede a los remedios, enfermedad que excede a individuos... 

Que si hay cura, me preguntará seguramente, ¿cómo saberlo amigo mio? quizá el remedio debamos buscarlo entre todos o prepararnos para la muerte colectiva de tristeza. Quizá debamos pegarle una patada en el culo a todo lo que nos hemos fabricado y empezar nuevamente a construir una utopía. 


Diez años preso 



 Todo ocurrió en una sola noche. ¿Te acordás de la película "La Decisión de Sofía"? Esa en que la actriz principal era Meryl Streep. Ella era una mujer judía, que prácticamente a las puertas de un campo de concentración debía decidir cuál de sus hijas se salvaría. Sólo una viviría. 

La decisión de Sofía: una tan terrible como la otra, e igualmente inevitables. Que una viviera para que muriera la otra. Creo que ese era el argumento, más o menos. Pueden variar algunos contenidos o algunos personajes, pero lo sustancial era eso: la decisión igualmente terrible. Vivir y dejar morir. Morir o dejar vivir. 

Han pasado ya diez años de esa decisión, casi igual a la de Sofía. A veces me pregunto, si fui yo quien lo mató o fue él quien nos mataba. 

Era necesario: nos debía como cien mil kilómetros de injurias, como toda la dignidad atropellada; nos debía dos décadas de noches con insomnio, los días de vigilia. Nos debía todas y cada una de las discusiones que empañaban la alegría de los días de cumpleaños. 

Nos debía y la ley del taleon es clara: si no pagas con dinero, terminarás pagando con tu vida. Me animo a decir que fue en defensa propia. 

Ya poco puede decirse de lo cierto o incierto de este fallo, lo que quedan solamente son estos minutos en que puedo ¿resumir? estos diez años. 

 Diez años y todo sigue igual aunque nada sea lo mismo. Busco las palabras para decirlo sin decirlo, pero todas se atragantan y terminan siendo un nudo en el estómago. 

Un sueño recurrente, eso fue. Peor aun, una pesadilla repetida, pero era necesario para devolverle el sueño a nuestros hijos. 

Como Remo Erdosian, de los Siete Locos, en estos diez años, busque a dios por el absurdo, injuriando y blasfemando. Busque el amor por el absurdo y pasé imaginariamente por mas de veinte cuerpos de mujer sin quedarme en ninguno, porque todos y ninguno eran vos. 

En mi cabeza giran miles de cosas sueltas, imágenes desparramadas, las imágenes previas al desenlace, mis pensamientos, mis deseos, mis recuerdos en el día que tomé la desición... 

Es curioso, fuerzo mi mente y trato de recordar algunos detalles y me resulta imposible... Otros detalles -no aquellos- los conservo como oro en la punta de mis dedos. No se por qué, pero mis mejores recuerdos permanecen en mi tacto y también en mi nariz. 

Puedo recordar sin problemas cada uno de los olores de los momentos de felicidad, aunque si me lo pidieran no los podría describir. Están allí siempre y siempre los convoco cuando me hacen falta para no morirme. 

Los adultos tenemos esa manía de recordar los aniversarios de una manera muy particular, primero de a uno, después cada cinco, cada diez... debe ser porque así es más fácil sacar cuentas, porque en definitiva todas son cuentas... algunas que cierran y otras que no, como las heridas. 

Que son, sino estos diez años sino ciento veinte meses, quinientas veintiún semanas, tres mil seiscientos cincuenta y dos días, ochenta y siete mil seiscientos cuarenta y ocho horas, cinco millones doscientos cincuenta y ocho mil ochocientos ochenta minutos, trescientos quince millones quinientos treinta y dos mil ochocientos segundos sin poder sacar la imagen de esa muerte de mi cabeza. 

Que son sino diez años, sino esta interminable pesadilla de estar seguro de que jamás volveremos a estar juntos. 

Que son diez años, sino veinticinco mil quinientas sesenta y cuatro horas durmiendo y el sueño recurrente con los fantasmas y la opresión en el pecho al despertar. 

Estos diez años para llegar al 2012, fueron quizá los tres metros diarios de tabaco quemado para que pase el tiempo que no pasa. Mil noventa y cinco metros cada año. En síntesis, fumados llevo ya diecinueve kilómetros y medio, que servirán, seguramente, para asegurarme el cáncer y aumentar el daño. 

También hubo, por supuesto, unas novecientas trece horas haciendo pis y caca, otras tantas bañándome y cepillando los zapatos y mis dientes. Pudieron ser quizá las cinco mil cuatrocientas setenta y ocho horas felices si hubiese estado con mis hijos o las trescientas veintidós que hubiese pasado junto a su cama hasta que les bajara la fiebre, como en los diez años anteriores. 

Que son diez años sino treinta mil trescientas once horas y media que pasé trabajando en oficios que desconozco, como talabartero y carpintero, tratando de aprender lo que no formaba parte de mi historia, pero que es la historia de los que vivimos aquí adentro. Texturas y olores desconocidos. Formas y colores que nacen de mis dedos. Olores a pan amasado por mis manos, de pan que compartimos aquí adentro, pan que llenará también los vacíos que la sociedad deja en el cuerpo de los niños de la calle. 

Faltan contabilizar aquí -por no llevar un registro exacto- las horas que pasé estudiando, las que pasé llorando, las que fui inmensamente feliz (no deben ser más de dos o tres, o quizá diez, fraccionadas por minutos), las que sentí que nada tenía sentido, las que pasé viajando imaginariamente en colectivo, las que pasé viajando imaginariamente en auto con ustedes, las que pasé imaginariamente viajando en avión (esas no deben ser más de treinta, pues son caras), las que use para masturbarme, las que soñando despierto, use para intentar levantarme una chica y salí airoso y las que use con el mismo fin y fracase, aun siendo imaginarias. 

No tengo contabilizadas exactamente cuantas horas pasé planificando nuevas programaciones más rebeldes y vitales de las tres radios que dirigí a medias o por completo, porque escuchando desde aquí, por lo chato del mensaje, parecen que fueran ellos los que estuvieran encerrados. 

Perdí la cuenta de cuantas horas estuve con mi madre y mis hermanas -no son muchas, de eso estoy seguro-. 

Tampoco recuerdo bien cuantas horas use para caminar en círculos al costado de mi cama o las que usé para contemplar un paisaje, este paisaje, que a pesar de ser repetitivo, ha entrenado a mi mente para encontrarle cada día un matiz distinto, con revoluciones de olores y colores, con más o menos viento... los detalles que allá pasaban desapercibidos. 

Muchas fueron, aunque no se cuántas, las que pensé en el juicio de la historia, más allá de esta historia nuestra, cotidiana. 

¿Héroe o traidor? La historia la escriben los que ganan. ¿Cuándo será nuestro turno de contar la otra historia? 

Las horas que usé para comer me acuerdo bien; fueron exactamente dos mil setecientos treinta y nueve con siete minutos, las que me sirvieron para elevar mi peso de noventa y cinco a ciento diecisiete kilos. 

En verdad es un promedio bajo, ya que sólo engorde 0.0080321285 kg. por hora utilizada. 

Use en todo este tiempo una hora y media -el 17 de agosto del 2002- para afeitarme la cabeza al mejor estilo Kojak, y vos siempre presente. 

Leidos tengo, tomando como promedio La Gesta del Marrano, unos 320 kilómetros de palabras que se agolpan para acomodarse en mi cabeza, buscando lugar donde no hay, peleándose unas con otras, conflictuándose entre si hasta golpearse y formar una maraña de gusanos que se comen entre si y me comen el cerebro. 320 kilómetros de palabras que ocuparon mis noches y mis días buscando salir de entre estas rejas. SüskindLaSantagestaEvitaborges/biocasaresReyOperaciónJesúsMasacreLcaineo nvae ñloasddeepseorloendad y así hasta el infinito. 

Si pusiéramos tipos de los grandes, un Times New Roman 14 ó 16, o mejor un Futura que es más clara, quizá extendería los kilómetros para poder llegarte y abrazarte. 

Las palabras se acumulan y las transformo en más palabras, palabras ordenadas en eso que por estar alineadas en torno de un margen, preferentemente el izquierdo, algunos llaman poesía, pero no son más que gritos en el silencio y el silencio, nomás los acompaña. 

A esta acumulación la llamé justamente así: 
Acumulación 
Acumulación de lunes a viernes
esperando sábados y domingos 
Acumulación de sábados y domingos
rogando que no llegue el lunes 
pero que el domingo pase rápido. 
Acumulación de horas de trabajo
esperando que llegue el descanso 
Acumulación de horas de descanso
sin saber qué hacer con ellas 
Acumulación de uniones químicas
que transforman la carne en nuestra carne 
Acumulación de sueños en las noches
que se transforman en nada en la mañana 
Acumulación de amores sin amor
que nos dejan vacíos en el alma 
Acumulación de planes inconclusos 
que se resumen en las letras de una lápida. 

 Será acaso que esta unidad de uniones químicas poco haya dejado de lo que de mi quedaba. Guisos de porotos, pucheros de papas y más papas. Será acaso que estas unidades de uniones químicas distintas a las que antes acostumbraba, hayan borrado el rastro de aquel que antes de tomar la decisión recuerdo que era. 

No puedo salir a la calle y aunque pudiera, hay demasiada efervescencia de hormonas en este setiembre, demasiado perfume de flores, demasiado canto de pájaros para no poder compartir. 

El patio de la cárcel está imposible de olor a primavera. 

Hay demasiado revuelo de hormonas en la calle, los chicos y las chicas se hacen uno en los rincones y en los bancos de las plazas, imagino. 

Hay demasiado olor a primavera en este setiembre diez años después. Pero Dios -hoy, por única vez- es cómplice de esta tristeza acostumbrada, y de repente ha comenzado a nublarse y seguramente habrá temporal con nieve y frío. 

Estén atentos entonces a los dichos de Neruda, enamorados imprudentes (como yo), ya que las nieves son mas duras en abril (setiembre al sur) especialmente.

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