lunes, 18 de enero de 2010

Escritos desordenados

Fuego 



Dije fuego y lo imaginé, irreflexivamente, como presencia omniscente. Esencia pura, cuasi inmaterial, profundamente sabia. Lo vi, intenté palparlo en la materialidad incorpórea de la llama. Danza embrujada que transforma materia en aire y así desaparece. Y surgieron de inmediato consecuencias y no causas. Incansables volteretas de una llama que a cada instante dejaba de ser ella para transformarse irremisiblemente en pasado. Tiempo y fuego, los dos la misma cosa. Presente perpetuo camino a ser olvido. Sólo algunas cenizas quedarán para el recuerdo. Tiempo y recuerdo: la muerte del uno por el otro, reciclando la lucha en forma permanente. Civilizaciones quemadas por el fuego, inmoladas por el tiempo, pensé. Fuego y tiempo, dueños del poder que cauteriza las heridas. Dije fuego y me imaginé palabra dicha. Instante fugaz en que convocamos a las cosas a que sean tal cual las imaginamos, y después, en lo que demora un chasquido de mis dedos, otra vez silencio poblado de sentidos. Me imaginé fuego y dije palabra; palabra reconocible por su huella, tan solo por su huella, tan sólo por su fuego. Fuego irreverente, moldeador de conciencias, creador de tempestades, terror de la palabra. Así inmateriales, inocentes como la llama de una vela, pero a la vez incontrolables, arrasadores; fuego y palabra: energía desbocada, los dos la misma cosa. Y otra vez la llama frente a mi, para decirme del fuego omnipresente, atravesable en todos sus sentidos, impalpable y de esencia milagrosa, demostrable sólo por sus huellas. Calor de hogar; el fuego atraviesa la madera. Continente y contenido, que sobrepasa los límites de lo aprehensible fácilmente. 



Fuego que contiene al agua que lo apaga y, sin embargo permanece siempre encendido, renovándose en cada acto cotidiano que inicia un fósforo, una chispa. Fuego que evapora al agua que lo apaga y, sin embargo sucumbe permanentemente ante ella. Constructor de castillos que algún día terminará seguramente devorando. Fuego hijo del tiempo y viceversa. Fuego instante, fuego, simple y esquizofrénicamente fuego. Me dejo atrapar en sus volutas y ardientemente me transformo en cielo. 


De como comer un buen racimo de uvas 


Ese acto tan simple, tan cotidiano y repetido de comer debe tener, como dios manda un significado trascendente, porque en él se trasunta el milagro de la transformación y de la vida. De arroz a carne y de carne a pensamiento. Sin un plato de arroz, no hay filósofo que sobreviva, ni tampoco que genere conocimiento. Existen muchas formas de comer, quizá tantas como hombres haya sobre la tierra, pero hay tres o cuatro que son las más reconocidas: engullendo, despaciosa, placentera y displicentemente. Pero en merito a la trascendencia de este acto cotidiano, quiero referirme a una y sólo a una de las formas mencionadas. Mis más de ciento veinte kilos sirven cómo sólido testimonio de que hablo conociendo las causas y los efectos. Hablo, por supuesto, de la forma placentera. Aunque mis detractores seguramente harán objeto de burla a este escrito, no dudo en comparar a este acto de comer con el del sexo, no de amor, sólo de sexo. No sólo de vagina y pene se nutre el sexo, sino que intervienen en el factores decisivos. Piel contra piel, beso contra beso, el olor de las hormonas, los gemidos repetidos, las fantasías individuales y compartidas de los amantes, el sudor entremezclado, el puro placer y también la culpa... Todo esto hace que vagina y pene sean nada más que una escusa para el estallido final, pero sin todo lo demás, el sexo sería por demás aburrido. Pasa igual con la comida y en este caso particular quiero hablar sobre cómo comer un buen racimo de uvas. Sin dudas, para la elección influirán los factores personales y porque no las influencias culturales, pero, de todas maneras, allá vamos. En principio debemos elegir una buena verdulería. Que cómo se hace?, sencillo: intervienen aquí la vista y el olfato y porque no una pizca del oido. Una buena verdulería que se precie debe estar perfectamente limpia y ordenada. Sobre la balanza no debe haber restos de verdura, ni tampoco la tierra de las papas. Pero el punto dominante lo determinará el olfato. En esa inconfundible alegría de olores de las frutas, donde predominan duraznos y manzanas, nuestro olfato deberá poder distinguir cada olor en forma disociada: manzanas con manzanas, peras con peras, duraznos con duraznos, sandías con sandías, melones con melones, pero nunca, pero nunca nunca, deberemos detectar el olor de una fruta descompuesta. Con inhalaciones suaves pero profundas iremos descubriendo la magia de cada olor (se recomienda cerrar los ojos para esta tarea), separarlo despaciosamente hasta individualizarlo por completo. Recorreremos y compararemos mentalmente con la galería de olores que atesora nuestra mente y daremos, tajantes, un veredicto. Una vez superada esta etapa, vendrá ahora la selección visual. Los colores intensos generalmente garantizan un sabor insuperable, aunque esta regla sirve solamente para aquellos alimentos que no hayan sido alterados genéticamente. Morado negro en la ciruela; rojo violento en la manzana; terciopelos amarillos, los duraznos; el negro rebosante de las brevas. También vale la pena poner en marcha el sentido del oído y escuchar los comentarios de los vecinos respecto de tal o cual fruta sabrosa o desabrida. Elegido está, entonces nuestro racimo de uva -recomiendo la variedad cereza por las razones que a continuación detallo: dulce, aunque no empalagosa; con un perfecto equilibrio entre carnosidad y semilla; piel resistente pero no dura; grano grande que permite una mejor limpieza. Lavamos el racimo con cuidado, deteniéndonos en cada grano y escurrimos hasta que quede apenas húmeda. Se puede disfrutar de cada acción como si fuese la última. No se recomienda comer como los romanos que arrancaban el grano del racimo con los dientes. Es mejor tomarlo con los dedos para apreciar la resistencia del grano a ser desprendido del racimo, el tac o crac casi imperceptible cuando pasa del nido natural a nuestra mano. Cual si besáramos a virginal princesa, dejamos entrar a la uva en nuestra boca. La lengua hará un minucioso estudio de redondeces y orificios. Cada tanto detendremos nuestra lengua en esa ausencia de escobajo que deja escapar una lágrima de sabor que detiene nuestras ganas de morder. Una lágrima, sólo una lágrima de sabor que aumentamos a placer, presionando apenas ese pequeño mapamundi de dulzores. Presionar y aflojar, aflojar y presionar, midiendo a cada instante la resistencia de su piel, imaginando la explosión definitiva, la alegría del sabor, la incomparable levedad de ese momento, casi orgásmica. Tan lentamente como podamos nos acercaremos a ese destino final e infinito donde la materia comestible comienza a transformarse en pensamiento. Ponemos en guardia todos los sentidos, adivinamos el tum tum del corazón tensionado, contenemos una fracción la respiración y aplicamos cobarde o valientemente, según crean conveniente, la estocada final con nuestras muelas. La explosión final anuncia un nuevo juego que comienza nuevamente en la punta de los dedos. 


Trampas 

Los dos sabemos que estamos haciendo trampas... Pero ninguno renuncia al juego inventado a medias, a medias por necesidad, a medias por cariño. Sucede los viernes en la noche, algunos, no todos. Viernes, el día marcado para las trampas. Fingiremos inocencia, pero no hay tal candidez, los dos lo sabemos. Yo dejaré destendida su cama y rezongando me quejaré porque "no tienen voluntad para hacer nada", tan poca voluntad como la mia. Y así, llegará, tirará sus cosas sobre el sitio destinado al descanso. Desorden total, imposible de organizar en pocos minutos... Y me iré a dormir dando órdenes que sé de antemano que nunca cumplirán. Viernes a la noche, permanecerá en vigilia mientras duermo. Y después, ya seguro de mi sueño, se internará en el tibio de mi cama, haciendo también él la trampa acostumbrada. Y me enojaré al despertar porque se acostó "como los perros", es decir, una metáfora para significar "con la ropa puesta". Gigante, inmenso, cinco kilos más pesado que yo, lo que es demasiado decir; un metro ochenta... Pero todavía con su olorcito a bebé (o a mi se me ocurre) a pesar de sus 16 años. Y la cama se hace menos extensa; esa inmensa planice de dos plazas y media ya no es tan grande y fría y él recupera a su padre de fin de semana. Y por la mañana nos pelearemos para disimular ambos que sabíamos la noche anterior, que nuevamente volveríamos a hacernos trampas. 

Sobre Lípidos y Sueños 




-¿Dónde habrán quedado nuestros sueños?, me pregunté mientras viajaba. En la radio sonaba algo inusual para estos tiempos: Quilapayún. -¿En qué lugar oscuro los perdimos? El atardecer era una postal de la perfección misma. Veníamos de Buenos Aires y mis hijos dormían su sueño de travesuras en el asiento trasero del auto. Ya habíamos pasado Río Cuarto y el ocaso pintaba de rojo cielo y tierra. El sol se animaba después de cuatro días de lluvias y de vientos. A la orilla de la ruta se multiplicaban los espejos donde árboles y cielo se conjugaban para desmentir la línea interminable de horizonte. Nada era como en verdad era. Los pájaros volaban en profundos cielos que salían de la entraña misma de la tierra. Nada era verdad, sólo la magia del verde de los cultivos de maíz y el olor a pasto mojado que lo inundaba todo. En la radio seguían los Quila y la nostalgia de un locutor de algo menos de cuarenta: “La cantata de Santa María de Iquique recuerda la matanza de obreros...” -¿Dónde quedaron nuestros sueños? ¿Reconvertidos? ¿Mediatizados? ¿Privatizados? ¿Samhantizados? ¿Descabezados? ¿Globalizados? ¿Mecanizados? ¿Descuartizados...? - “Esta canción, mejor dicho esta marcha -insistía con un dejo de nostalgia- fue creada a comienzos de la década del ‘70 para la campaña que lo llevó a Salvador Allende a la presidencia de Chile...” mientras los Quila enardecían multitudes con su música... levantan ya banderas de unidad, de norte a sur, se movilizarán y tú serás ardiente batallón... -¿Dónde habrán quedado nuestros sueños? ¿Pervertidos? ¿Mutilados? ¿Sonrojados? ¿Averiados...? - “¡El pueblo unido, jamás será vencido...!” Y en la perfección de la tarde se cruzó la imagen de José Luis Cabezas, de Teresa Rodríguez, de los pibes que lavan autos en la plaza, algunos apenas un chichón del suelo, esos que tienen que pedir ayuda para alcanzar la mitad del parabrisas. - “Millones ya, se movilizarán...” pregonaban los Quila Y se cruzaron en mi mente las palabras de Rosita, cuando socarronamente me decía: “Lo que pasa es que a vos ya te llegó la edad de los lípidos” y sus palabras hablaban mucho más allá de mis 127 kilos. - ¿En qué lugar quedaron nuestros sueños de justicia, de igualdad... esos sueños que nos movilizaban hace apenas diez o quince años atrás? Destrozados. Engañados. Fusilados. Reconvertidos. Privatizados. Anquilosados. Mediatizados. Sonrojados. Prostituidos. Avergonzados. Olvidados. Pervertidos. Escondidos. Desmentidos. Negados. Condenados. Las palabras de Rosita siguieron retumbándome en la cabeza como la premonición de una condena: - “Lo que pasa viejo, es que vos, aunque no quieras y no lo asumas, ya entraste en la impiadosa y vergonzante edad de los lípidos”. San Luis, diciembre de 1997 

Córdoba 



Salvajemente tierna. Dulcemente triste. Te aprieta, te asfixia... te toma, te abraza, te besa y te abandona. Revolucionariamente conservadora en sus campanas y desdentada en la Pelada de la Cañada. Rematadamente cuerda. Triste. Sola. Con una historia que vale mil historias juntas. La tuya y la mía... pasado. Subo al bondi y me inundo de su perfume a Córdoba y descubro que jamás podré dejar de pertenecerle, porque se mete en mi piel, me corroe las entrañas, me deja su marca, me destruye los huesos y finalmente me besa y me ama. Renacer y Cuarteto y Furia... La Docta. Nada más. 
San Luis, algún día de 1989 



Pero, ¿cómo se los explico? 

Se que es difícil comprenderlo, aunque aún más difícil es decirlo. Aquí, en este lugar que me dio tanto, siento que tanto es lo que he perdido. Entre tanto sentimiento confundido siento que me falta cielo, siento que me falta el aire. Pero cómo se lo explico a mis seres queridos. Fui yo y no otro, el que apostó a este destino. Me falta aire, me falta cielo. Me falta campo y mates en la puerta, cuando el sol despunta en el extremo del río. Me faltan horizontes sin límites, tengo nostalgia de pampas infinitas. Pero cómo se los explico a mis seres queridos. Me faltan los olores, me faltan mis olores a paraíso florecido. Me faltan mis colores, me falta el verde intenso de los árboles, los dorados del otoño, y el rojo encendido de esa línea interminable donde cielo y tierra mienten un abrazo cuando cae la tarde. Me falta el baño de siesta de verano en las barrosas aguas de mi río. Me falta ombú en el patio de la escuela. Me falta el café después de almuerzo en el bar con los amigos. Me faltan historias compartidas, los ¿te acordás? de las aventuras repetidas una y otra vez como una letanía. Pero cómo se los digo a mis seres queridos. Me faltan silencios y perros ladrando mis silencios en la inmensidad de la noche. Y a esa noche le falta Cruz del Sur y el rosario brillante de estrellas que acompañan su camino. O lo que es peor: intuyo su presencia en algún lado sin alcanzarlas con la vista. Pero cómo se los digo a mis seres queridos. Aquí, en este lugar tan cargado de mis ausencias están todas sus presencias. Acá están sus olores, acá están también sus ruidos. Acá, en este lugar tan cargado de ausentes tan presentes, está todo lo que tienen y está todo lo que quieren. Acá, en este lugar donde los presentes me resultan tan ausentes, está su familia, sus raíces, acá está todo lo que yo ya he perdido. Siento que soy un exiliado y con culpa siento que repetirían ellos el ciclo repetido si yo recupero el olor de paraíso perdido o el ocaso en el río. Serían ellos exiliados, tan exiliados como yo y mi destino. Nada de lo que está me pertenece, ni pasados gloriosos, ni la sierra ni el vino. Soy pasado de gringos, soy pasado de siembras, de arados y de exilios. Somos pasado de historias desparramadas al viento que en cada generación buscó un nuevo destino, desde que Santiago (creo que así era su nombre) se embarcó con pasaje de tercera al Río de la Plata en los años en que Sarmiento era o sería presidente y Roca se disponía o masacraba a los indios. Hasta esas precisiones se perdieron entre tanta mudanza recorriendo montañas, mares, pampas y el cruce de algún río. Somos pasado de historias desparramadas al viento que floreció en el Paraná a fines de aquel siglo, pero como los camalotes no pudo echar raíces y continuaron su exilio. De ochocientos kilómetros el hilo, de cuatro puntas el ovillo, tantas como los hermanos que a este mundo vinimos, a repetir la historia, a repetir exilios, a repetir olvidos. Pero cómo se los explico a mis seres queridos.

Relatos

El secreto encanto de regalar un libro



“Bendito sea el libro regalado, porque en él descansa el deseo del autor y la escondida perversión de quien lo entrega”

Carta del Apóstol San Eduardo a los Pirineos 11:02-60

Sostiene Euclides el Sabio, en su famosa epístola a los Prístinos, que un libro regalado tiene una importante cuota auto satisfactiva. A través de él, quien lo regala, regala algo de su pensamiento más íntimo, a través de las palabras que otro puso a lo que él siente.

Más acá en el tiempo, Giovani Saporitti, dijo que la palabra escrita tiene la magia y el hechizo que envuelve a las personas en mundos irreales a los que sólo se puede llegar a través de la imaginación.

Peringolo Parsifal agregó a la polémica que no hay nada más real que lo irreal que encierran las palabras, llamadas no a nombrar las cosas, sino a invocar la realidad tal cual la imaginamos.

Contemporáneamente, cierto periodismo dice que un libro, en sí mismo, es el objeto diseñado para introducirse impunemente en la intimidad de su lector. Agazapado, espera el momento en que el destinatario llegue a la cama para tomarlo en sus manos. Sus caricias irán directa o indirectamente a quien lo regaló. Así funciona el mecanismo.
Con apariencia inocente, las hojas de papel esperan la humedad del dedo que lo girará hasta la página siguiente, para buscar el placer escondido en esquivos charcos de tinta que fueron tomando despaciosamente la forma de las letras para pasar desapercibidos. Ojos escrutadores que observarán cada movimiento, sentirán el aliento tibio y acariciarán muy suavemente la yema de los dedos de su poseedor/a.

Amigos íntimos, inseparables, irán buscándose uno al otro, hasta a veces -si la elección fue la correcta- terminarán descansando uno encima del otro en una sucesión de noches de disfrute mutuo…

Lector y libro, libro y lector… Homenaje y homenajeado… Uno toma sentido con el otro y viceversa. Pero detrás del objeto regalado descansa siempre el deseo (sublime o perverso) de quien lo eligió con la secreta intención de estar a través suyo al lado de la cama, velar los sueños, compartir despertares, hasta que otra lectura lo desplace…

Pero ninguna de estas posibilidades será cierta si el/la destinatario/a no toma atención en la magia que emana de sus páginas!!!


Historias de amores y de mares...




“Los caminos del Señor son tan erráticos; a veces, diría hasta perversos. Nada tenía yo que hacer en este lugar, nada. Estaba yo tan feliz con mi ayelen * y con mi che *. Tan feliz andaba yo con mi gente que no entiendo que cosa hizo que estuviera aquí en el momento equivocado. Los caminos del Señor son tan complicados y creo que a veces son perversos”, decía al comienzo el e-mail.

El viaje había sido largamente esperado, cargado de expectativas. Mis hijos descubrirían el mar, tan distante, tan enigmático, tan al final de ese largo camino de un ancho casi completo de país. Ese mar tan inmenso como sus ganas de tenerlo todo, todo el día.

La tecnología tiene esa cosa tan particular de los detalles, que a veces las gentes simples los olvidan. Los pícaros como yo, aprovechamos esos olvidos, para robarles su intimidad y sus historias.

“¿Qué debía hacer yo en ese barco casi tan grande como mi pueblo, tan poblado de libros y misterios?”.

Mientras los chicos disfrutaban de los helados y las cosas nuevas de la primera noche, yo -diskette mediante- terminaba de enviar instrucciones a mi trabajo sobre tareas que habían quedado pendientes antes del viaje. Por suerte encontré un locutorio telefónico desde donde se podían enviar e-mail y allí descubrí esta historia.

“Nunca podrás imaginar como es mi pueblo, nunca el verde de las araucarias, nunca la nehuen * de nuestra raza. Nunca estarás allí, compartiendo conmigo el amanecer con olor a primavera en los senderos que recorren el bosque de pehuenes milenarios”.

Envié el e-mail, cuidadoso -no porque fuese algo importante- fui al directorio y borre el mensaje. Allí los encontré: entre tantos bits, mensajes de amor, te quiero cibernéticos y abrazos de amigos lejanos de distancia que unos y ceros unían virtualmente.

“Soy un hombre de la montaña, metida en el medio de la tierra. De rocas asperas y extensiones que no van mas allá del valle encerrado entre los cerros nevados, con ríos caudalosos que serpentean con una alegría incomparable”.

Amores de adolescentes que no se diferenciaban demasiado unos de otros. Abrazos, recuerdos, que tenían más la intención de usar la tecnología nueva, que otra cosa. No obstante, esa curiosidad de periodista o de vecina que comparte chismes en las mañanas con la escoba en la mano, hizo que los bajara al diskette que llevaba.

“Los caminos del Señor, decididamente son perversos. Toquinche * queda a veces enredado en sus boleadoras o en las travesuras de Gualichu y entra a confundir las cosas y lo blanco queda verde y lo negro se trastoca en azules que mienten tristezas, o a veces alegrías.”

Despaciosamente, fui desgranando aquellas historias que por comunes no pasaba más allá de las primeras líneas, a pesar de mi curiosidad de voyeurista. Y allí, entre tanto mensaje pegajoso, descubrí esta historia de amor medular, síntesis de lo bello y lo imposible.

El destinatario era “logosii@.... en asunto decía: para Janne, la señorita alemana que baila merengue”.

Investigué que era eso del “logosii” y resultó ser un barco de unos 75 metros de eslora * que su objetivo en cada puerto era acercar fragmentos de la cultura del mundo y llevaba como premisa fundamental el distribuir los mensajes de Dios a los pueblos de la tierra. Una biblioteca gigante con anaqueles cubiertos con los libros más diversos. Geografía, historia, carpintería, cocina, estaban a la venta por precios irrisorios: un peso, dos con cincuenta, los más caros tres y cinco.

“No iba a entrar a visitar el barco, porque supuse que la entrada estaba alejada de mi bolsillo y aún más, porque los barcos me producen miedo que viene desde muy atrás, más atrás incluso que mi propio pasado *. Ayelén insistió y averiguó que sólo pagarían 25 centavos cada uno de los mayores. Sin argumentos, porque cincuenta centavos en nuestro presupuesto no tenía demasiada fuerza frente a su curiosidad incesante. Aquel era un mundo completamente nuevo, tan distante del suyo hecho de bosques de araucarias, que me pareció infame negarme. Anduvimos viendo libros no sé cuánto tiempo, hasta que ya ganados por el cansancio nos dirigimos hacia la salida. Cuando te crucé en cubierta y me saludaste sin conocernos, descubrí que tenías algo distinto, que Chachao había puesto en vos esa cosa especial que ustedes, los cristianos, llaman Ángel. Otra vez la curiosidad marcó nuestro destino”.

Ciento cuarenta y un tripulantes de cuarenta y cinco países ofrecían su testimonio de fe y amor a Dios y Jesús, su hijo. En cada acción, en cada una de sus palabras estaba el agradecimiento permanente al Señor por haber cambiado la dirección de sus vidas.

La librería impresionaba por sus dimensiones y también -por lo menos yo lo experimenté así- por ser la primera librería a la que se le movía el piso sin que nadie se desesperara.

En otro nivel del barco había un ¿podríamos decir bar? con todo preparado para lo que aparentaba un show musical.

“Ya habíamos decidido irnos y nuevamente Ayelén quiso entrar en el promocionado Café. Fuí a buscarla y mansamente nos tomaron de las manos y nos invitaron a pasar: ´el café es gratis, pase, lo invitamos a compartir nuestras experiencias, queremos intercambiar opiniones, queremos conocernos y que nos conozcan´. Fue imposible negarnos. El chico coreano comenzó con sus presentaciones a media lengua, explicando los por qué del Logos y qué hacían amarrados en el puerto de Quequén”.

“Enseguida comenzó el show bailable musical y junto al médico portorriqueño apareciste vos nuevamente. ´Ella Janne´, dijo el coreano a media lengua”.

Desde la proa (estas palabras las aprendí en el viaje), podían verse las dos escolleras que delimitaban el lugar donde se encontraban el Quequén Grande con el Atlántico. A esa hora de la tarde, algunos pescadores probaban suerte desde esos inmensos murallones de piedra y cemento donde el mar rompía con violencia. Llegaban en bicicletas herrumbradas por el salitre que llevaba el viento húmedo de todos los días. Se iban, muchos de ellos, recién cuando habían sacado el sustento para su familia.

“Los caminos del Señor, de tu Señor, que quizá también sea el mío con distinto nombre, son a veces incomprensibles, tan erráticos, tan perversos, que a veces lo imagino divirtiéndose con los hilos de estas tristes marionetas”.

Desde cualquier lado que se lo mire, el mar tiene un encanto singular, pero visto desde un barco quieto en la tranquilidad de un puerto, lo hace a uno imaginarse en otros puertos, en la mágica aventura de otros mundos desconocidos allende el océano.

“Ella Jane, muy hermosa, insistió el coreano y vos, algo molesta por algo que dijo en inglés y no entendí, dijiste humildemente: ´los hombres miran mi belleza exterior, pero lo realmente importante, a lo que nadie presta atención, es aquello que sólo Dios puede ver, la que está escondida dentro mío. La belleza exterior se marchita, pero la otra, si uno la cultiva, permanece para siempre´, dijiste y se terminaron allí los elegios de tu compañero de viaje. Entonces comprendí con más fuerza el mensaje que me enviaba tu Ángel”.

“Los caminos de Dios, decididamente son perversos porque me hicieron descubrirte solamente para conocer el sufrimiento de no tenerte y saber, ya de antemano, que nunca más te cruzaría en mi camino. La küyen * se refleja sobre el mar y tiñe de blanco la espuma de la estela del Logos II... Mi mirada sigue atenta el movimiento cansino del barco que se va hacia el horizonte y yo deseo con fervor que ocurra un milagro, pero Dios -tu Dios y el mío, los dos aunque puedan ser el mismo- seguramente estarán ocupados en cosas más importantes que el amor... Me esfuerzo por torcer ese destino... Mis ojos se nublan por las lágrimas y cansados por tratar de imaginarte y construirte volviendo en ese barco, deciden dejarme dormido en la playa y despierto acompañado de tu ausencia y desconsolado, vengo a escribirte sin saber como, pidiendo desesperadamente ayuda, ‘para Jane, que baila merengue en el Logos’...”

____________________

1 Ayelen, alegría en lengua mapuche. Los aborígenes araucanos se llaman a si mismos Mapuches, ‘gente de la tierra, mapu, tierra, che, gente’, y también aucas, ‘libres’ y moluches ‘gente de guerra’. Los españores los llamaron Araucanos.
2 Che, gente en mapuche.
3 Nehuen: fuerza.
4 Pehuen: árbol típico de la zona cordillerana del sur de la Argentina.
5 Toquinche, ‘jefe de la gente’, Chachao ‘padre de la gente’ o Vuchá ‘el gran viejo’ son los nombres con que se lo conoce al Alto Dios, creador aunque no protector. En el mito de la creación, Chachao se aburría de la eternidad del Cielo. Quizo bajar a la tierra aún anegadiza y lluviosa donde las cosas eran efímeras y mutables; tomó la Vía Láctea que entonces llegaba hasta la pampa y es llamada ‘Camino del Cielo’. Gozó el Indio Viejo, que era solamente un eterno niño, ensuciándose las manos y chapotendo en la tierra anegadiza; moldeó con barro figuras de fantasía y ensayó soplarlas para infundirles vida. Así fueron creados los animales. Para darles espacio donde correr, de otro soplo aventó las lluvias, secó los pantanos y dio firmeza a la pampa. Vio su imagen reflejada en una laguna y tuvo el capricho de reproducirla en estatuillas de dos pies que vestían como él: chiripá y poncho. No eran perfectas porque el viejo estaba de buen humor y buscaba reirse de si mismo. Ocupado estaba Chachao con un ñandú que se le escapaba por la Vía Lactea hacia el cielo, cuando baja su hermano Gualichu y le gasta la broma de soplar las caricaturas bípedas acabadas de esculpir. Se llenaron de espanto ambos hijos del Cielo cuando vieron a los objetos de barro moverse y discurrir como si fueran dioses. Chachao escapó horrorizado por la Vía Lactea; con su cuchillo de piedra cortó el Camino del Cielo. Dejó a Gualichu en la tierra en castigo de haberles infundido aliento divino a unos efímeros y grotescos monigotes de barro. Gualichu arrepentido busca destruir su imprudencia tratando de aniquilar a los hombres con enfermedades, guerras y hambre.(Extractado del mito mapuche de la creación).
6 Eslora es el largo del barco.
7 “En este paisaje de tormentas y lluvias copiosas, probablemente la imaginación de los mapuche creó los seres del agua. Las lagos, los ríos, los pantanos en el ideario mapuche están poblados de seres potentes que amenazan la vida de los seres humanos y de sus animales.
Cueros, serpientes, toros... habitan las profundidades de lagos y ríos, y chapotean en el barro de los pantanos. Están ahí, al acecho, para arrastrar a quien pase desprevenido, al reino de las aguas. Hoy nadie dice haber visto a los seres del agua, pero el temor por las historia que transmitió la tradición oral, subsiste. Son pocos los que viven a la orilla de lagos y ríos, muy pocos los que navegan”. (Del libro “Araucanos de Rucachoroy”, investigación antropológica realizada por el equipo encabezado por el cineasta Jorge Prelorant y la antropóloga Marta Borruat).
8 Küyen: luna en mapuche.


Ella dijo sí




Una noche en La Rioja, el Negro me contó una historia bellísima. Habíamos ido en busca de hacer negocios. Estábamos muy cansados después del viaje y de un montón de cerveza y pizza en casa de unos primos, pero igual salimos. Teníamos que aprovechar esa noche de soltería, tan infrecuente desde hacía muchos años.
Dimos un millón de vueltas alrededor de la plaza y los boliches donde se juntan los riojanos y, traicionados por el subconsciente, recalamos en un lugar donde se apretujaba toda la veteranía. Confitería de hotel, al fin.

Con un nombre pomposo como Palace, Grand Hotel, Hotel Presidente o algo por el estilo, el lugar era un rectángulo decorado con poco gusto y menos luz. Con frente pecera para poder chusmear lo que pasaba en la plaza y en lo posible quedar en la vidriera para ver si alguien se apiadaba de nosotros. Las paredes revestidas de madera, le daban un particular toque de interior de féretro.

Entre todos los presentes, superábamos holgadamente la edad del mundo. Las chicas con sus minifaldas, estuques y carmines, intentaban desmentir lo que el tiempo había hecho con ellas. Ese detalle era reconfortante, ya que de repente nos habíamos transformado en dos adolescentes en busca de aventura.

Primero fue café yo, Fernet con coca él y se empezaron a desgajar mil historias, descubriendo que ninguno podría llegar a figurar en el libro de los récords por la cantidad de mujeres conquistadas.

Melancólicos, tristones, nostálgicos de esa nostalgia especial que da el alcohol. Antihéroes al fin. Dos, tres, cinco horas, no sé cuantas, hablando de amores y desamores y cosas que nos pasan a la gente.

La gordita de minifalda y su compañera ya se habían dado cuenta de que los dos tipos sentados en nuestra mesa no eran más que dos idiotas, y renunciaron a los cruces de miradas incisivas.

No sé cuánto tiempo había transcurrido de relatos, cuando el Negro sacó de su memoria la historia más linda que haya escuchado en mucho tiempo.

- “Yo tendría unos once años...”, dijo el Negro

Sus ojos comenzaron a perderse entre la polvareda que levantaba el colectivo de la línea 3, que pasaba entre las fincas en esos mediodías ardientes de San Juan.

- “Ella tendría diez, más o menos...”, y era la más linda de todas, por lo menos para él.

Tenía ese perfume de las flores en primavera que alborotaba todo, que hacía que los colores le brotaran por todos sus costados apenas cuando la veía subir, dos paradas más adelante. Entonces se quedaba quieto, petrificado, sin atreverse siquiera a mirar hacia el lugar donde estaba ella.

Elisa, ese era su nombre, hacía lo mismo, y viajaban hasta la escuela mirándose sin mirarse, adivinándose en medio de los gritos, la polvareda y el calor insoportable de las siestas ganadas por el Zonda.

Se quedó en silencio un momento, como si pudiese palpar aquel recuerdo, como si la tierra aun se acumulara en sus ojos.

- “Todos sabían que yo sabía que ella sabía... Ella sabía que yo sabía que ella sabía... Yo sabía... Todo estaba dicho pero había que decirlo, y decirlo es fácil cuando uno no tiene temor a perder. Pero decirlo y arriesgarse a perderlo todo, aunque todo fuese una ilusión, no era fácil. Ninguno de los dos daba algún tipo de señal, aunque todos sabían que yo sabía que ella sabía...”.

Tomo un trago de Fernet con coca para aliviar ese calor que estoy seguro corría por todo su cuerpo, y despacito siguió desgranando aquella historia.

- “Los amigos en común tomaron la iniciativa y prepararon todo. La cosa sería en el cine, en la matine, con Ringo Wood matando indios y pistoleros a diestra y siniestra. En el cine, con praline, chocolatines y el clásico PALIIITO BOMBOOON HELAAADO!!! En el cine, donde tantas veces habíamos zapateado contra el suelo de madera cuando aparecía el muchachito y ponía las cosas en su lugar... El único que no podía poner las cosas en su lugar era yo...”

Hizo apenas una pausa para el Fernet con coca y prosiguió.

- “Todo estaba preparado y no sé porque causa llegué tarde al cine. Alguien me tironeó y me empujó hasta el lugar que todos habían reservado para mí. Como un idiota, en la oscuridad no la vi y me senté en su falda. Eso y morir era lo mismo. No pude articular palabra. Las imágenes se sucedían en la pantalla con una velocidad impresionante y yo estaba paralizado. Todas las palabras que tenía ensayadas llegaban justo hasta la punta de la lengua y después nada. Las muy malditas se negaban a salir. El corazón me latía a mil. Las manos me sudaban a mares. Quería moverme y no podía. Quería decir y no decía. Como en un sueño.

Todas las horas de práctica previa no habían servido para nada. Todas las poses ensayadas frente al espejo eran inútiles en la oscuridad del cine. Las palabras necesarias, puntillosamente preparadas, no llegaron a la cita...”

Hizo una nueva pausa, como si tomara aliento para contar el desenlace.

- “El maldito letrero anunciaba, para mi desgracia, que el FIN había llegado. Nunca una película me resultó tan corta. Nunca una palabra tardó tanto en salir de mi boca. Comenzaron a pasar por la pantalla los cartelitos que recordaban quién había sido el director, quienes los actores, los reflectoristas... y mi lengua seguía sin desatarse. Quería que esos minutos duraran para siempre, pero el tiempo se iba sin remedio. No sé cómo saqué fuerza, invoqué a todos mis antepasados, giré la cabeza hacia la izquierda y le dije: ¿querés ser mi novia?”

“El mundo se detuvo por un instante y antes de que pudiera darme cuenta, o respirar siquiera, me disparó cuatro palabras, que si bien eran las que usaban las chicas en estas ocasiones, no eran las convenidas tácitamente... Ella tenía que decir sí. Todos los sabíamos... Ella lo sabía... Éramos el uno para el otro... Éramos uno separados por el azar y teníamos que volver a juntarnos... Me quedé sin aliento cuando me dijo ‘Lo voy a pensar...’”

Entonces los dos vimos encenderse la luz del cine (yo también la pude ver, les juro, desde mis lejanos once años), salimos caminando de ese cine (yo también, les juro), sin saber hacia dónde...

- “‘Lo voy a pensar...’, esas cuatro palabras rebotaron en mi cabeza no sé cuanto tiempo” me dijo el Negro y se quedó en silencio.

- “No sé por qué causa Elisa se fue a vivir a otro lugar antes de que terminara el año y no volví a verla nunca más. Mejor dicho, por mucho tiempo no volví a verla”.

El Fernet con coca lo había puesto melancólico más de la cuenta y entre tantas historias de encuentros y desencuentros continuó con su relato.

- “Las cosas no ocurren por casualidad, me dijo. Siempre hay una causa. No sé cuál era la causa, pero estoy seguro que la había. Mi hermanita, quince años después del ‘lo voy a pensar’ de Elisa, se fue de viaje de fin de curso con sus compañeras a Carlos Paz y una noche de rueda de mates y fogón escuchó a una de sus maestras contar una historia parecida a la mía, tan parecida que en un momento le pareció oír mi nombre...

- ‘¿Quién?, preguntó. Ese es mi hermano...’”.

Pude ver los ojos de Elisa a través de las palabras del Negro, más de quince años después.

- “Compartieron direcciones y cuando volvió me contó lo sucedido. Yo no supe que hacer. Tenía en mis manos la dirección donde vivía, tenía su teléfono y otra vez esa sensación de nudo en la garganta y el miedo a que las palabras no salieran... Habían pasado quince años, pero ella también se acordaba como yo de esa historia desencontrada... Podía ser, pero el tiempo había pasado. No, era imposible, era una pendejada ir hasta su casa”.

“Pasó un tiempo, no se cuanto. Mucho, bastante tiempo. Semanas, meses. Pasó mucho tiempo. Y un día, sin saber muy bien por qué me fui hasta su casa. Ya había hecho una huella en el asfalto de pasar tantas veces sin atreverme a bajar y tocar timbre”.

“Quizá con ese mismo impulso que tantos años antes me había llevado a preguntarle si quería ser mi novia, me detuve, bajé del auto y toqué a la puerta de Elisa”.

Se quedó un minuto en silencio, como si quisiera recordar cada detalle del encuentro, como si necesitara no perder ninguno de los colores de esa foto guardada en su memoria.

-“Tuve ganas de salir corriendo. Por un instante me sentí estúpido frente a una puerta que no conocía, esperando que saliera alguien que ya tampoco conocía. En todo ese tiempo había tratado de imaginarme cómo sería su voz, cómo sería su cuerpo, pero recurrentemente volvía a mi la imagen de la chiquilla de diez años en la oscuridad del cine diciéndome: ‘lo voy a pensar...’ No podía imaginármela de otra forma”.

Volvieron a cruzarse en sus ojos los Zondas sofocantes, el camino hacia el colegio, los colores de la finca en el verano, la matine de los domingos con Giuliano Gemma en su papel de ‘muchachito’...

- “No sé cuánto tiempo esperé, seguramente fue poco, pero para mi fue una eternidad, hasta que se asomó finalmente por el balcón de su departamento y me miró sin reconocerme. Mirá, le dije, yo... mi hermana estuvo con vos en Carlos Paz... Yo soy... y antes que pudiera seguir articulando palabra, vi que salía corriendo hacia las escaleras”.

- “ ‘Sos vos, me dijo Elisa. Viniste, viniste... creí que ya no te acordabas... Viniste para saber si ya lo pensé? Sí. Sí, quiero ser tu novia... No sabés como me arrepentí de no haber dicho sí aquella vez... Te he extrañado mucho’, me dijo y me abrazó con los ojos llenos de lágrimas...”.

El bar del hotel con nombre pomposo iba quedando cada vez con menos ocupantes. La hora y el fracaso de otra noche los había ido desalojando. La gordita de minifalda y su compañera habían encontrado otro lugar donde dirigir sus mirada incisivas y esta vez con éxito, porque muy pronto fueron cuatro los ocupantes de su mesa y los silencios enseguida se convirtieron en sonrisas, copas y chinchines.

- “Estuvimos charlando horas con Elisa, volvieron a nuestra memoria las siestas sanjuaninas, que no compartimos sino para subirnos al colectivo de la línea 3 que nos llevaba hasta la escuela. Nos contamos detalles que ambos desconocíamos de nuestras propias vidas, del pasado, del presente... Pero, cumpliéndose aquella sentencia de que ningún amor verdadero puede ser para siempre, poco tiempo después dejamos de vernos; esta vez si, creo que para siempre”.

San Luis, agosto de 1996.


Los de Carlota




Hubo un tiempo en que en Nueva Córdoba ‘Los de Carlota’ fueron vistos como si perteneciesen a una pandilla peligrosa. No había que confiar en ellos. Ellos no eran para confiar.

Los de Carlota, así eran conocidos en Nueva Córdoba, fueron perfilando su presencia a comienzos de los ‘80, después de recorrer varios andurriales y pensiones malolientes. De esa forma pusieron sus reales en ese punto apenas al sur del centro de la ciudad.

Para quien no conoce Nueva Córdoba, es conveniente apuntar que es un barrio con pretensiones de recoleto, de rancias tradiciones, dobles apellidos y menos plata que en sus épocas de esplendor. De la avenida Pueyrredón hacia arriba conserva todavía el brillo de las casas señoriales, que se resisten cada vez con menos fuerza al empuje de los altos edificios.

Nueva Córdoba, lugar de señoritos que andan en motos mil y pico y señoritas que pasean su dorado Caribe en cualquier época del año. Se puede reconocer a un nacido en Nueva Córdoba por la posición de su nariz. Caminan como si fueran oliendo caca, con la punta de la nariz dos o tres centímetros más arriba de lo que la lleva cualquier hijo de vecina. Creo que fue esa la oleada más grande de Los de Carlota por aquella tierra. Antes habían venido muchos, pero se habían desperdigado por todos los puntos cardinales de la Docta y no dejaron mayor huella. Promediando los ’80 decir que uno venía de Carlota era razón suficiente para no ser bien querido en esos lugares. De puro carácter transitivo nomás.

La fama de Los de Carlota fue naciendo en un caserón de la calle Obispo Salguero, a media cuadra del bulevar Junín. De casa señorial venida a menos, fue transformándose primero en residencia de angelicales señoritas, provenientes de recoletas familias del interior cordobés y también de Salta, Jujuy, Catamarca y La Rioja.

Las niñas pudientes, al calor de los tiempos que corrían, fueron liberándose de las ataduras de la ‘pensión de señoritas’ y pidieron ‘depto propio’. Cuestión de status, ¿viste? La necesidad hizo que esa casa reservada para algunos, doña Chela fuera abriéndola para cualquiera. Allí comenzó la historia de Los de Carlota, en la pensión venida a menos de La Chela, como se la conocía en los alrededores.

No haría más de dos meses que pisaban el barrio y fraguaron allí la primera estafa. Quizá la más inocente y la que los convenció de que a pesar de la dictadura que gobernaba el país, todavía era posible reírse del sistema.

Marcelo, el más codiciado por las mujeres de Nueva Córdoba y alrededores, tenía un severísimo problema: entrar a la Universidad. Esa era la misión de todos Los de Carlota, pero para él se asemejaba bastante a una Misión Imposible.

Marcelo era una de las mentes más despiertas para inventar sistemas mecánicos. A los trece o catorce años había inventado una turbina, que no sólo tenía forma de turbina, sino que funcionaba como turbina. Una turbina hecha y derecha. Tenía bosquejos de montones de aparatos que nadie sabía si servían para algo, pero que dejaban sentado que en cuestión de engranajes y poleas ninguno lo igualaba.

Marcelo (que firmaba sus pinturas como Bufan), quería ser Ingeniero Aeronáutico y su desafío era entrar a esa Facultad. Como todas las personas con rasgos de genio, tenía una terrible aversión por el orden y la sistematización de datos. Todo en él era caótico, desordenado. Usaba un mes las sábanas de un lado y al mes siguiente las daba vuelta, almidonadas por la mugre.

- “Yo vine acá a estudiar, no a lavar sábanas...”, replicaba cuando alguien cuestionaba sus costumbres.

Una noche se reunieron Los de Carlota para buscarle solución a aquel problema casi insoluble. No había ninguna posibilidad de que Marcelo entrara. Era demasiado asistemático para estudiar. Es más, por propia decisión sólo estudiaba lo que le gustaba y era aplicable a sus necesidades, lo demás lo desdeñaba. Walter, rebautizado Mateo, Popolivich, El Ruso y otros alias, era la antítesis de Marcelo. Inteligente, estudioso y aplicado. Ese era un dato a tener muy en cuenta.

Se barajaron varias hipótesis, pero ninguna contaba con demasiadas posibilidades. Miflin propuso el infalible sistema del machete, que tanta utilidad nos había prestado en el secundario, pero la idea fue muy pronto descartada. El examen sería por múltiple choice, o lo que es lo mismo, elegir una de cinco respuestas parecidas, con sólo una correcta. Con machete y todo era bastante improbable que pudiera elegir la adecuada. Hacía falta entrenamiento y no había demasiado tiempo, el examen sería en una semana.

Marcelo propuso el ta te tí suer te pa ra ti, si no es pa ra ti se ra pa ra mi. La idea, aunque loca, no era del todo reprobable, porque había antecedentes de algunos que habían pasado el examen de esa manera. Pero hacía falta un componente importantísimo: el factor culo. Marcelo nunca había ganado en los sorteos, ni tan siquiera una vez en la lotería familiar.

De Los de Carlota yo era el más veterano, para ese entonces contaba con veintiuno y era el que más temprano se había ido de la casa. Tenía un par de años más de calle, y eso, a los dieciocho, era un montón.

Hacía poco tiempo que había perdido el primero de los cinco DNI, y en aquellos tiempos, no se si hoy, entregaban un papelito de tres por veinte centímetros que decía que yo era el que decía que era, sin ninguna otra cosa que un sello del Registro Civil.

Salvo complicadas maniobras policíacas, que debían incluir toma de huellas digitales y tediosas comparaciones con las del prontuario, etc., etc., nadie podía negar que yo era el que decía el papelito que era. Y si servía para mi, tranquilamente podía servir para Marcelo.

Mateo rendía las mismas materias para entrar en la UTN, pero dos semanas después. De esos primeros integrantes de Los de Carlota, Mateo fue el primero que pudo colgar su diploma en la oficina.

Así se forjó el plan. Marcelo fue a la policía, denunció la pérdida del documento, después fue al Registro Civil a buscar el pasaporte a Ingeniería Aeronáutica escrito en un papelito de tres por veinte.

El día del examen se sentó nervioso en la puerta del Garzón Agulla a esperar, para saber cómo le había ido a Mateo, su otro yo, que rendía por él allí adentro. Por supuesto que entró como por un tubo y ensayó su oportunidad para el sueño de diseñar aviones.

No tuvo suerte. Su fobia por el estudio sistemático y también la falta de plata atentaron en contra suyo. Pero siguió siendo un genio y a partir de entonces su preocupación mayor fue el universo. Ya por esa época vivía torturándonos a todos con su teoría de la finitud del infinito.

Algunos años después lo vimos enredarse con matemáticos, físicos y astrónomos, y en alguna que otra oportunidad, era invitado a algún congreso a exponer sus pinturas y a hablar de su teoría de ‘universos conectados por mangueras’.

Una vez lo despidieron de una fábrica por su habilidad con los engranajes y poleas. Modificó de tal manera una máquina que hacía automáticamente su tarea. Cuando lo descubrió el jefe de planta, un señor con título de Ingeniero, se sintió superado por ese operario de ojos pícaros y decidió que si la máquina podía hacer sola ese trabajo, Marcelo estaba ganando un sueldo que no estaba justificado.

La jornada triunfal terminó regada con abundante whisky. Los triunfos hay que festejarlos y le habíamos hecho un corte de manga al Proceso Ese mismo día del examen trucho, Miflin rindió para entrar en Arquitectura en la Católica. Por supuesto que entró; pagaban como trescientos dólares de cuota.

Miflin llenó la bañadera con agua para mitigar el calor insoportable de aquel verano que se negaba a retirarse y desde la ventana El Capitán jugaba a embocarle el whisky en la boca. Los dos quedaron irreconocibles y no sé cuantas tropelías quedaron anotadas en los archivos de La Chela. Ese fue el primer antecedente escrito en los anales de Los de Carlota, como los llamaban. Fue apenas un anticipo de lo que vendría y la primera perlita para que La Chela los sacara como rata por tirante.

Los de Carlota, ya universitarios, quisieron probar las mieles de vivir en un departamento, y comenzaron a tocar los timbres de todos los edificios de la zona, buscando su próxima morada y se adentraron en el corazón de Nueva Córdoba.




Como si su destino estuviese signado por religiosos y prohombres, fueron a dar a un departamento de la calle Obispo Trejo, a la vuelta de la terminal de ómnibus vieja.

El lugar era ideal: en el primer bloque, en el departamento 1 vivía una catamarqueña hermosa que para mejor era así de simpática, en el 3 dos riojanas, más atrás en el 31... y la cuenta de mujeres parecía interminable. De los treinta y seis departamentos, casi todos estaban ocupados por estudiantes. Casi todos, porque en el 14 vivía una pareja de ‘vinagres’.

El edificio era más profundo que alto. Un pasillo de unos cincuenta metros era el corredor al que se comunicaban todos los de planta baja. Tenía tres patios internos, de plantas cuidadas y dos pisos hacia arriba. Sin ascensores, por supuesto, uno de los detalles más tenidos en cuenta en la selección, para no pagar demasiados gastos comunes.

Limpios, soleados, comunicados a un patio interno común, ideal para sentarse a tomar mate y estudiar. El lugar sintetizaba todas las aspiraciones de Los de Carlota.

La mudanza se hizo rigurosamente a pie. Estoicamente Los de Carlota desfilaron con toda clase de bártulos por Obispo Salguero hasta llegar a Obispo Oro, de allí hacia la derecha, siguieron por Laprida hasta Obispo Trejo y doblaron media cuadra hasta llegar al 741. Colchones, camas, mesas de luz, grabadores, bolsos y todos los etc. que a uno se le puedan ocurrir. Fueron varios viajes, algunos en solemnes desfiles de camas turcas y provenzales, otros fueron solitarios, con pertenencias estrictamente personales.

Así quedó formalizada la primera experiencia con tracción a sangre humana que se recuerde por aquellos lados. Las que vinieron después fueron meras copias y el producto de la crisis. Por falta de costumbre o vaya a saber qué causa, entre tantas pertenencias llevadas a lomo de burros, no había ningún elemento de limpieza. Escobas, trapos de piso, lampazos y escobillones eran sólo ausencia en el inventario de los bienes de Los de Carlota.

La mudanza comenzó temprano en la mañana y terminó como a las siete de la tarde. Había que poner en orden tanto lío. Recurriendo a la cadena de solidaridades, Bufan, el más pintón y caradura del grupo, tocó timbre a la puerta del 30 y solícitas, las chicas concurrieron en nuestra ayuda. En el 30 vivían ‘las chicas Vera y las chicas Villega’, como ellas acostumbraban en decir. El primer mangazo fue el escobillón, el segundo el lampazo y cuando fue oscureciendo tiramos una prolongación desde su departamento, porque vaya a saber porque oscuro designio del destino EPEC todavía no había reconectado el servicio eléctrico.

Una hora más tarde Los de Carlota tuvieron que hacer un curso de riojano básico para entender a las vecinas. Rita vino a preguntar por su Chus chus. Entre sonrisas maliciosas, Los de Carlota se miraron sorprendidos por esa palabra que no figuraba entre ninguno de los vocablos conocidos.

- “Bueno, el chuschudo...”, dijo Rita como para aclarar un poco más las cosas, y las sonrisas se transformaron en carcajadas. Nadie había oído hablar de tamaña cosa. Medio colorada por la bronca o la vergüenza, nunca lo supe, dijo con voz firme:

- “Vengo a buscar el mechudo que les prestó mi hermana hace un rato”, y la cosa seguía sin aclararse.

El tal mechudo o chuschudo o chus chus, este último un sobrenombre casi cariñoso, no era otra cosa que el lampazo, según una breve introducción al riojano básico. Tiempo después, en un curso avanzado, dictado por ‘El Macho’, un riojano más antiguo, pudimos saber, entre otras cosas, que ‘la paloma’ era ese tesoro que las chicas llevan entre sus piernas y no entregan hasta no ser bendecido su matrimonio en el altar.

Contarlo es una cosa y vivirlo, otra: en la fiesta de inauguración del departamento, una ceremonia obligada y casi religiosa hablábamos adentro y salíamos a hacer los ademanes afuera. No cabía un alfiler. Más de veinte invitados, sin contar los dueños de casa, compartimos vino en jarra, empanadas y guitarreada. Imaginen la alegría de los vecinos cuando en plena madrugada, dos de ‘Los Cuatro de Córdoba’ estaban dele y dele con el bombo y la guitarra.

Además de Los de Carlota esa noche vino ‘El Turco’, ‘El Flaco Muerte’, gente amiga de ‘El Aldito’, todos solemnes guitarreros, trasnochados y chupiteguis.

A modo de referencia, para que se conozca el paño, es preciso relatar que los memoriosos recordaban que el Flaco Muerte se había instalado en Córdoba allá por el ‘62 ó ‘63 a estudiar medicina. Era un alumno brillante, con notas sobresalientes, su libreta estaba repleta de ochos, nueves y diez. Pero había un detalle que empañaba el brillo: desde aquel lejano año de su ingreso, distante en ese entonces dieciocho años, sólo había rendido igual cantidad de materias.

No había peña que él no conociese, ni asado en casa de estudiantes en donde no estuviera.

Un poco más lejos en el récord, pero crónico al fin, el Aldito era su más fiel seguidor y también solía desaparecer por cuatro o cinco días, sin que nadie supiera dónde estaba.

El estar del departamento, de no más de tres por cuatro, parecía reventar. A eso de la una de la mañana golpearon la puerta y cuando abrimos había dos tipos a los que no conocíamos ni en figuritas.

- “No podíamos dormir y vinimos a preguntar si van a seguir toda la noche con la fiesta...”

Cruzamos miradas de preocupación porque la mano parecía que venía pesada. Antes de que pudiéramos esbozar una respuesta, el más alto dijo amenazante:

- “O la cortan o nos invitan, porque desde nuestro departamento se escucha mal y estamos desvelados...”.

Así se presentaron ‘El Preso’ y ‘El Fanta’, dos valores de Los Cóndores. Por supuesto que se quedaron en la fiesta, que duró como hasta las seis de la mañana. Pero hubo algunos menos comprensivos y de resultas, al día siguiente se reunió consorcio y vino el primer tirón de bolas. Telegrama para mi viejo que había alquilado el departamento y todos los etc. que uno sabe que tiene como consecuencia tamaña joda.

En esa primera noche en el corazón de Nueva Córdoba, Los de Carlota dejaron sentado que eran distintos y que una nueva historia comenzaba a escribirse en el barrio. En rigor de verdad, al irnos al departamento nos habíamos desmembrado un poco, aunque sólo estábamos separados por no más de cien metros.

Oficialmente cuatro ocupábamos el departamento de la calle Trejo, al menos éramos cuatro los que pagábamos el alquiler: Bufan, Gerardo, El Ruso y yo.

El Capitán se instaló, según él, transitoriamente, hasta que consiguiera un lugar adecuado para irse. Su ida precipitada se produjo cuando su padre se quejó por los altísimos gastos comunes que supuestamente pagábamos. Nunca puso un solo centavo del dinero que le enviaban para el alquiler y tenía que dar explicaciones.

El Capitán había conseguido su sobrenombre en el cuartel de los Bomberos de La Carlota. Un bombero que lo malquería profetizó que si algún día se formaba un equipo de fútbol de boludos, sin duda él sería el capitán. Ese sobrenombre lo conocíamos los íntimos, pero nunca se lo decíamos.

Siguiéndolo a Claudio, rebautizado Perico por parte de padre, Cali se fue a la pensión de doña Elisa, en Laprida al 50, uno de los mejores lugares y el más atorrante que yo haya conocido. También allí fue a parar Miflin.

El Flaco Taya se volvió porque no pudo pasar la prueba del examen de ingreso. El departamento muy pronto se convirtió en un lugar obligado para todos los amigos del pueblo que tuvieran algo que hacer en Córdoba. Venían por un rato y se quedaban una semana. En promedio, vivíamos ocho entre dueños de casa y colados. Tenía mucho de parecido a la casa de Juan Panadero que relata la zamba de Leguizamón y Castilla: la puerta nunca se cerraba con llave.

Cuando alguien se decidía a estudiar, lo más recomendable era que se fuera a otro lado. Faltaba ambiente de estudio y enseguida se armaba una rueda de mate para contar aventuras, de ‘lo bien que está una mina que conocí hoy en la facultad’ y otros tantos mentideros.

Muy pronto comenzó a faltar el mango. Un mediodía de verano, con cuarenta grados a la sombra, Gerardo dormitaba atormentado por el calor cuando alguien tocó timbre.

- “Pase...”, gritó el flaco.

Con un pesado rollo de algo que parecía tela entró un vago al departamento.

- “Mirá hermano, tengo esta alfombra baratísima, mirala, te hago un preciaso...”, dijo el tipo.
- “Estoy durmiendo porque no tengo qué comer y vos querés que te compre una alfombra. A buen monte viniste por leña...”, contestó apesadumbrado Gerardo, que en todo el día no había probado bocado, ni siquiera un mate dulce. En ese entonces no había plata ni para el azúcar.

Fue en esa época cuando las compras se hacían en malla y remera, para no despertar las sospechas de las cajeras.

Los de Carlota entraban de a uno al supermercado. Compraba un tomate y se llevaba un paquete de arroz escondido en la cintura, otro compraba una planta de lechuga y se llevaba medio kilo de carne en la cintura. Lo barato pasaba por la caja y lo más caro transitaba el camino a casa en lugares innombrables. Las compras siempre se hacían a la siesta, cuando los controles se relajaban y no quedaba nadie en el lugar.

Otra técnica utilizada consistía en cambiar los precios y Los de Carlota conseguían ofertas increíbles. Así se armaba la comida del día.

Una vez, sería enero o febrero, entre tantos visitantes cayó Pandora. Como todos, vino por un rato y se quedó no sé cuanto tiempo. En esa época estaban semi instalados (creo que para intentar nuevamente el ingreso) el Veri, el Flaco Taya, el Tota y el Vasco, que se había ido de su casa. Pandora salió de tardecita y ya cerca de las diez volvió con ella. Ella era ‘La Vicky’.

La había conocido tiempo atrás en Carlos Paz. La Vicky tenía antecedentes increíbles: era ayudante de cátedra en una recoleta carrera de una aun más recoleta universidad privada, y también era una profesional, una chica de la vida. Era una profesional con todas las letras: recibía tarjetas de crédito, hacía descuento a estudiantes y jubilados. Cuando la ocasión lo ameritaba y su pasión se desenfrenaba, el descuento podía llegar al 100 %.

El chisme corrió por Nueva Córdoba como reguero de pólvora y varios amigos y no tanto se acercaron al departamento como quien no quiere la cosa. Por las dudas, a ver si ligaban algo.

Pasaron muchas cosas que mi memoria no registra en esos tiempos de calores sofocantes. Me fui a vivir unos días, mas precisamente doce, al barrio Cerveceros. Allí estudié sin cesar para la primera materia que rendiría de Ingeniería: Análisis Matemático I.

Estudié todo, todo el tiempo. Una sola cosa no vi, estaba en la última página y era ridícula. Una sola cosa me tomaron: estaba en la última página. Nunca había pasado tantas horas sobre un libro. Diez, doce, catorce horas diarias, hasta que las letras se confundían por el cansancio y se transformaban en una mancha informe. Nunca había hecho tantos ejercicios.

Con el alma hecha pedazos volví al departamento. Allí me esperaba mi hermana para decirme que era un atorrante, que seguro no había estudiado y tantas otras cosas... Tuve que elegir entre su cara y una columna. Ganó la sangre. Descargué mi furia en el cemento y desde entonces llevo un clavo de acero inoxidable junto al hueso quebrado de mi mano.

Los de Carlota no llegaron a vivir mucho más de un año en el departamento 29 de Trejo siete cuarenta y uno. La plata se terminó antes y hubo mudanza en masa a la pensión de ‘La Elisa’.

Doña Elisa tenía cincuenta y tantos años, quizá viuda, nunca lo supimos. Tenía contextura robusta y bastante entrada en kilos. Con ella vivía ‘La’ María del Valle, su hija, una abogada con pinta de atorranta. Rubia de prepo, mirada insolente y un lomo bien formado con el que se llevaba todo por delante, hombres incluidos.




La pensión era de dos casas gemelas. Como en una foto pegada a un espejo, lo que estaba a la izquierda, separado por un paredón, volvía a repetirse a la derecha. Poblada por catamarqueños y riojanos, Los de Carlota vinieron a sentar su supremacía. De golpe y por una maniobra maliciosa del destino, Marcelo, Jorgito, Cali, Perico, El Pulga, Carlitos Amador, El Veri, Miflin y tantos otros fuimos a dar allí con nuestros huesos.

Gerardo se fue con El Ruso y El Flaco Taya a la pensión del Japonés. Después rumbeó con Lupín para la casa de El Aldito, a unas seis o siete cuadras, apenas pasando la Cañada, en pleno barrio Güemes, reducto de malandras.

‘El Pulga’ fue bautizado así por su madre, cuando no tenía más de cuatro años. Era chiquito, inquieto e imposible de agarrar cuando se metía entre las mesas del bar de su padre. Creció en la noche. Uno no podía conocer el nombre del intendente, pero seguro que si alguien preguntaba por El Pulga, lo mandaban derechito a su casa.

De fama bien ganada, era querido y odiado en el pueblo, sin términos medios. Era el baluarte del Colegio Nacional en las pruebas de gimnasia y atletismo. Fue el único que, trampolín mediante, se animó a saltar por sobre el techo de cuatro autos cuando tenía apenas catorce años. Con un trampolín al frente, saltaba lo que le pusieran: autos, aros con fuego, etc., etc., etc. La popular del Nacional lo aclamaba, mientras se mordían los codos las chicas del colegio de Hermanas y los del Industrial, nuestros eternos enemigos.

Agrandado como buen petiso, se llevaba el mundo por delante.

El Pulga vivió en todos los cuchitriles posibles que tuvo Córdoba, hasta detrás de un kiosco. Ese fue el peor lugar que le conocimos. Era una especie de buhardilla que tenía una entrada ubicada como entrepiso, sólo que se habían olvidado de ponerle las escaleras. Amontonaba los cajones de coca y de cerveza cada vez que tenía que entrar a su petit bulín.

Con semejantes antecedentes, era lógico que fuera él quien mejor sentado dejara el nombre de Los de Carlota.

En las épocas malas, abundantes como pocas, doña Elisa nos fiaba la comida. Justamente en una de esas noches, El Pulga no vino como conviene, sino que vino como con vino. En su fiesta despertó a todo el mundo y saltaba de cama en cama y se reía y pateaba puertas y... y apareció La Elisa.

Con camisón, pantuflas, una escoba en una mano y en la otra un pedazo de manguera. Estaba enfurecida. Se paró en la puerta y empezó a repartir palazos y azotes indiscriminadamente.

- “¡Los de Carlota son todos unos hijos de puta! ¡Son todos unos negros de mierda! ¡Raza perdida!, vociferaba mientras repartía palazos a diestra y siniestra.
- “¡Yo les voy a enseñar negros de mierda...!” aseguraba, mientras El Pulga iba saltando de cama en cama, hasta que logró escabullirse con un amague a la derecha y una corrida hacia la izquierda, digna de su agilidad. Ganó la puerta y desapareció.

Esa noche ligó un palazo hasta el mudo Fernández que vivía tres piezas más atrás y se había arrimado a curiosear atraído por los ruidos.

Lo memorable vino al día siguiente. No había plata y tampoco había qué comer. La única salvación era el fiado de doña Elisa.

Ya pasado el calor de la batahola nocturna y con la mediación de María del Valle, casi todos habíamos conseguido el perdón oficial. El único que no lo tenía era El Pulga. La cosa venía en serio y hasta se hablaba de desalojo compulsivo.

- “Viejita, comenzó el imputado, con voz de telenovela, sé que tengo que irme y no quiero que me eches. No va a hacer falta, sé cuando estoy de más...”

Nos miramos sin entender palabra. Cuando todos hacíamos fuerza para que no hubiese represalias, solito venía a poner la cabeza en la guillotina.

- “Quiero pedirte perdón antes de irme y llevarme tu mirada como si fuera la de mi pobre viejita que hoy no está conmigo”, dijo y se apoyó en el hombro de doña Elisa.

Apuramos un trago de sopa para no estallar en carcajadas. Era cierto, su madre no estaba con él porque estaba en La Carlota, pero por el tono de funeral que lo decía, daba la sensación de que hubiese muerto y así lo interpretó doña Elisa. Con eso la quebró.

Si tenía alguna duda para perdonar al hijo pródigo, lo que acababa de escuchar era suficiente para condonar éste y otros pecados venideros. Se le cayeron unos lagrimones y esta vez le dio, sin cargo, un plato de sopa y una costeleta al hijo que volvía arrepentido.

En esa época, más o menos, se nos perdió Carlitos Amador. Carlitos estuvo enamorado desde siempre de Ornella Mutti. Amor pasional. Amor que le subía desde acá y le entorpecía el pensamiento. Amor de fuego. En esos días la tana tenía previsto hacer un paseo por Buenos Aires.

Para Carlitos las palabras “es imposible o es una locura”, no existían en su diccionario. Una mañana, tempranito nomás, salió con su bolsito haciendo el camino para encontrarse con su amada.

Ella faltó a la cita. Por un oscuro capricho de los dioses, a último momento Ornella desistió de su viaje a la Argentina. Decepcionado por la noticia, después lo supimos, Carlitos se adentró por los caminos de la Costa y anduvo más de un mes llenando sus ojos de mar y de sirenas.

Yo andaba por entonces fracasando entre tanta matemática y espacios vectoriales que me proponía la carrera que equivocadamente había elegido: Ingeniería Electrónica. Fue Carlitos el que me dijo lo que era, sin que yo me hubiese dado cuenta.

En esos días hacía mis primeras armas chapaleando entre rimas y versos que dejaba impresos con mi fiel e inseparable Lettera 32, regalo de mi viejo.

Carlitos escribía intuitivamente. A veces, en forma despiadada, hurgaba los rincones de su mente y los regalaba garabateados en cualquier trozo de papel que encontraba por allí.

- “Viejo, me decía, vos sos un periodista por la forma de escribir. Yo, en cambio, vuelo, no me ato a la realidad. Soy como el flaco Spinetta, voy y vuelvo. Vos sos esclavo de la realidad...”

Fue Carlitos (Fletacho, como todos le decían menos yo), quien me empujó al camino del periodismo.

Los de Carlota nos quedamos rengos cuando Carlitos decidió convertirse en pájaro y emprender su último vuelo hacia la nada, buscando todas las respuestas que la vida le negaba.

El bulín

La primera vez que ocurrió fue con el Cata. El Cata vivía hacía mucho tiempo en Córdoba con su familia, pero podía considerárselo uno de Los de Carlota por su origen.

Era el tipo más mujeriego que se haya conocido. Podía andar con dos, tres o cuatro mujeres simultáneamente y salía de los enredos de una forma sorprendente. Una vez, en plena peatonal, venía con una de sus novias y justo de frente, sin que pudiese hacer nada para evitarlo, se apareció la otra. Sin que se le moviera un pelo, abrazó a la que venía y las presentó:

- “Mi novia, mi prima...”, sin aclarar quién era quien. Las chicas se pusieron a charlar mientras él iba a hacer un llamado urgente. Nunca más tuvo cara para verlas, así que jamás pudo saberse si las chicas habían llegado o no a la verdad.

Él fue el que inauguró la nueva modalidad, al principio resistida, pero luego adoptada con total naturalidad.

Las puertas de la pensión, como siempre, permanecían abiertas. Marcelo, ya casado, había viajado ese fin de semana a su casa para ver a su esposa y a su hijo. Así, ese sábado a la noche, sin plata para el telo, el Cata se instaló en la madrugada con su chica en nuestra habitación.

Cuando nos despertamos el domingo a la mañana, nos encontramos con la cama de Marcelo ocupada con el Cata y su novia, abrazados como dos viejitos, como si nada hubiese ocurrido la noche anterior.

El tema fue ampliamente debatido, sin que por varios días pudiera avizorarse una solución, por pudor o por envidia. Después de largos conciliábulos y consultas populares, se decidió dividir la habitación en dos sectores mediante el ropero. Del ropero para acá todo estaba autorizado, del ropero para allá sólo había licencia para dormir.

Nadie puso el grito en el cielo. Ni siquiera doña Elisa, que de alguna manera era una pionera en eso de las pensiones mixtas y muchas veces, más que mixtas, mezcladas.

Una noche de verano, como ya era costumbre, el Pulga salió de su habitual ducha envuelto en un toallón. Fue hasta la puerta de calle y allí se le ocurrió una idea con la que Los de Carlota se divirtieron durante mucho tiempo.

Volvió corriendo, entró en la habitación y salió con una toalla envuelta en la cabeza. A media cuadra, en la esquina de Laprida y Trejo había una estación de servicio en la que paraban todos los tacheros. El Pulga no tuvo mejor idea que pararse en la puerta con pose de prosti, empezó a chistar y provocar a todos los taxistas que pasaban por el frente. Les hacía la cabeza y se escondía.

Todo iba bien hasta que una noche a un tachero se le subieron todos los ratones a la cabeza y por una hora no dejó de golpear la puerta, tratando de convencer a la provocativa y esquiva señorita. Fue la última noche de toallones y sensuales chistidos.

Muchas cosas se dijeron en esos tiempos de Los de Carlota, muchas ciertas y las más inventadas por señoritos culosucios que no los soportaban.

Las cosas pueden haber o no ocurrido de esta manera, pero de esta forma la registró mi memoria y así las cuento. Porque, qué es la verdad a través del tiempo, sino la unión de las cosas fragmentadas que atesora nuestra mente.

San Luis, noviembre de 1996.



Córdoba me duele




“Hoy Córdoba me duele”, le dije al Negro mientras esperábamos el semáforo en Rosario de Santa Fe y Obispo Salguero. 

Para mí Córdoba fue amor a primera vista. Cuando pisé sus calles por primera vez, aunque no hubiese nacido allí, supe que esa era mi ciudad. Sus colores, sus olores y sus locuras me pertenecían y creo que los míos también le pertenecían a ella. 

- “Hoy Córdoba me duele”, pensé y la gente se me desdibujó a través de los ojos empañados por las lágrimas. Una cosquilla de examen se me metió en las entrañas mientras las cuatro palabras seguían sonando como un eco: “Hoy Córdoba me duele” y en verdad me dolía. Veinte años no es nada, dice el tango, pero diez fueron un montón. En diez años fueron desapareciendo los lazos que me unían a Córdoba, por eso esta vez Córdoba me dolió.

La noche anterior, más por obra de la casualidad que por otra cosa, nos encontramos en la casa de Cali tres integrantes de “Los de Carlota”.

El reencuentro, después de una década, fue a la manera argentina: con abundante asado y vino de por medio. Pero ya no éramos tres. Cali nos esperaba con Silvia y dos de sus tres hijos: Augusto y Constanza. Juli se había quedado a acompañar a la abuela Churri. El Pulga vino con Claudia y Cristian. Yo había viajado a La Carlota con el Negro y se sumó al asado. No habrían pasado más de dos botellas de tinto cuando comenzaron a renacer las historias. Los te acordas y te acordas se fueron sumando y confluyeron todos en la pensión de la Elisa, allá en el viejo Laprida al 50.

-Che María, ¿te estás haciendo una enema? -dijo el Pulga-
-¿Qué te pasa infeliz? -contestó-
-Con la cara que tenés, más que tomar mate parece que te estuvieras haciendo una enema -le disparó el Pulga.

María era más buena que el pan. Enfermera de profesión, repartía sus ratos libres entre su bebé y las tareas de la casa. Con todos se llevaba bien, menos con el Pulga. Era una cuestión de piel y los dos se preocupaban en recordárselo.
Los gritos de doña Elisa andaban todavía retumbando por el patio:

-¡Negros de mierda! ¡Raza perdida! ¿Cuándo me pagarán lo que me deben y se irán de acá? -decía mientras preparaba las costeletas y milanesas que ese día nos volvería a fiar.

Sigilosamente Marcelo entró en la cocina, tomó la escoba y simulando un arma le apuntó por la espalda.

-Ejército Revolucionario del Pueblo ¡Arriba las manos!

Inocente, doña Elisa siguió el juego y cuando tenía las manos en alto Marcelo gritó:

-¡Esto es un decomiso en nombre del pueblo hambriento! y pinchando con el tenedor una milanesa cruzó todo el patio corriendo hacia la calle.

Sin terminar de recuperarse de la sorpresa, doña Elisa agarró la escoba y salió detrás del ladrón, pero ya era tarde. Había entrado en su habitación y, encerrado bajo cuatro llaves, se disponía a darle una tregua al hambre del día.

-Son todos iguales -nos dijo enfurecida- son todos unos negros de mierda, raza perdida.

El Pulga tenía una habilidad especial para salir de situaciones difíciles y esa era una: la aventura de Marcelo ponía en juego nuestra propia comida.

-No te enojés viejita...

Pero doña Elisa no daba muestras de querer congraciarse.

-Pensá cuando Marcelo sea Ingeniero Aeronáutico y reciba un premio porque diseñó el mejor avión y lo veas en la tele. Vos te vas a sentir orgullosa y vas a decir ¡Ése es mi hijo!

Doña Elisa siguió de espaldas, pero la vimos aflojarse.

-Mirá cuando Cali se reciba de contador y sea Presidente de la Cámara de Comercio y le hagan un reportaje y lo veas en la tele. Vos te vas a sentir orgullosa y vas a decir ¡Ése es mi hijo!

Aunque ya tenía consistencia de gelatina, doña Elisa no quería aflojar y se había propuesto no dar el brazo a torcer con su enojo.

-Te imaginás viejita cuando Gustavo sea periodista y lo veas un día con el Presidente, al otro día con el Gobernador, al otro con un ministro... Vos vas a estar orgullosa y vas a decir ¡Ése es mi hijo!

Uno por uno nos fue nombrando a "Los de Carlota" imaginados en futuros venturosos y el pecho hinchado de orgullo de doña Elisa.

Se hizo un silencio largo, doña Elisa se dio vuelta con las mejillas surcadas por las lágrimas y le dijo al Pulga:

-¿Y vos? ¿Vos por qué no te nombrás?
-No viejita, yo soy un negro de mierda, un raza perdida, a lo mejor me encontrás algún día cirujeando por la calle.
-No, no es cierto -le dijo abrazándolo- ¡vos sos el mejor!

Mas tarde vimos como doña Elisa le tachaba, a escondidas del Pulga, un mes de deudas de pensión y de comida.

Entre vino y costillas anchas y alguna que otra intervención de Augusto, que nos sorprendía desde sus tres años, con su nutrido léxico de “boludos”, “pelotudos” y otras palabras aun menos reproducibles, continuaban flotando en el aire las aventuras y desventuras de “Los de Carlota”.

-¿Te acordás Pulga cuando llegaron los entrerrianos a La Elisa? -dijo Cali.

Los entrerrianos eran dos: Fabian Sciara y El Tiki (del que nunca supe el nombre). Por una maniobra fraudulenta de la suerte fueron a parar al lado de la habitación que para ese entonces Cali compartía con el Pulga. En esa época el hambre arreciaba.
-Andá vos y dale la bienvenida -dijo Cali.
Era una norma de la pensión que a todo estudiante nuevo que llegara, lo fuéramos a saludar, a ofrecernos por si necesitaba algo; pero esta vez la bienvenida tenía un doble sentido.
-Y fijate bien adónde tienen el azúcar y la yerba. Ah! averigua a que hora tienen clase -agregó Cali.

Toc, toc en la puerta y que pase y que yo soy el Pulga y que vivo en la habitación de al lado y que si necesitan algo y que cualquier cosa avisen y que todas esas formalidades que se dicen habitualmente...
En época de mate cocido y criollitos, hacía tres días que faltaba la yerba y el azúcar.

La habitación de los entrerrianos tenía en común una puerta con la de sus vecinos. Estaba clausurada y allí se había improvisado una especie de estantería que le daba mas seriedad a la clausura. Nadie sabía que Cali había encontrado la llave maestra que los llevaría hacia los tesoros tan preciados: la yerba y el azúcar.

Bien mandado, el Pulga memorizó al detalle los lugares. Cuando los entrerrianos se fueron a clase, seguros con el candado colocado en la puerta delantera, al lado volvió a tomarse mate dulce.

- Nunca supieron quien les sacó la yerba y el azúcar -dijo- y todos nos reímos a carcajadas.

El tema central, más aún que el de estudiar, siempre fue el de la comida. A partir del día 20, el mes duraba una eternidad. Siempre causaban largos comentarios las heladeras llenas que tenían algunos pocos y selectos departamentos de estudiantes. Tener heladera era un lujo y tenerla llena era algo impensado para nuestros bolsillos.

Cali siempre fue hábil en asuntos que tuvieran que ver con la plata, o en su defecto con la comida.

Mercedes, la novia de Jorgito -otro integrante de Los de Carlota- tenía uno de esos departamentos selectos con heladera llena. Con Graciela tenían un pasar sin sobresaltos económicos ni gastronómicos.

Cali apuntó hacia ese departamento sus misiles. La estrategia era simple: hacerse pasar por Tarotista. Graciela andaba con problemas con el novio y él se los iba a resolver.

Con la complicidad de Jorgito, Cali se iba enterando de todos los vaivenes de la pareja y cartas en mano le leía sus problemas y aconsejaba soluciones.

-¿Cuánto me vas a cobrar? preguntó Graciela.
-Por favor, mirá si te voy a cobrar, le contestó el aprendiz de brujo.

Pero las visitas para la sesión de tarot se hacían rigurosamente media hora antes de la cena y por supuesto siempre se quedaban a comer, no sin antes hacerse rogar un poco.

-Yo tenía una agenda con todos mis amigos -recuerda Cali- y todos los días iba a comer a una casa distinta. La tenía organizada de tal manera que nunca volvía a comer en la misma casa antes de los quince días.
- “Hoy (sin querer) Córdoba me duele”, me duele en este febrero caluroso. Sentí el color y los olores perdidos. Me duele el aire pegajoso en la avenida Chacabuco, me duele en San Juan y La Cañada. Volví a respirar el aire enrarecido por el humo.

Estoy apenas a tres cuadras y media de donde empezaron nuestras aventuras. Hoy Córdoba me duele. Me duele en lo que quedó irremediablemente atrás. Me duele en los amigos perdidos en la distancia. Me duele en los amores que no fueron. Me duele, porque aunque no quiera, la siento dentro mio.

San Luis, enero de 1997


Cotidiano




Todas las mañanas es igual. Nuestra cama parece, literalmente, un plato de fideos. Nadie puede asegurar este brazo es mío, esta pierna es tuya. Invariablemente, cada mañana nos invade el corazón esa sensación que comienza justo aquí, en este rinconcito chiquitito que a veces no mostramos por vergüenza.

Ensalada de cuerpos. Ocho manos, cuarenta dedos. Ocho pies, otros cuarenta dedos. Nadie puede asegurar este dedo es mío. La mañana, como si la noche no hubiese sido suficiente. La mañana, esa es, esa ha sido como siempre, esa será por mucho tiempo, la cuota más grande, más perfecta de eso que algunos llaman felicidad.

El sol asoma la cabeza lentamente por la ventana, como pidiendo permiso para llevarse un poco del calor de nuestros cuerpos, como si todo el suyo no alcanzase.

El ritual casi sagrado de la fiaca. Vamos encontrándonos poco a poco con cada una de las partes de nuestro cuerpo, perdidas en el mar de nuestra cama.

Y mi mano ahora acaricia tu cabeza y tus pies buscan las manos de tu madre y la nariz de ella juega con otra nariz en lo que bautizamos el besito de nariz. Después o antes, poco importa, vendrá el besito de nariz y oreja.

Así pasamos media hora, como si la noche no hubiese sido suficiente y Malena se impacienta y pide leche y Emiliano juega a que yo era su caballo y Tere juega a como le gusta el olorcito de las patitas de Emiliano y al besito de nariz con Malena y yo a que soy un caballo domado y después a que perdí irremediablemente una pulseada, una y otra vez y ya tengo dos jinetes en mi panza y que quiero leche dice Malena y que todavía no tengo ganas de levantarme, dice mamá y que queremos que esa media hora sea eterna para no escuchar el tradicional:

- “Papi, hoy no vayas a trabajar...”

La fiaca de vestirse para el jardín de infantes ellos, yo la de bañarme y afeitarme y sacar el auto y llevarlos al jardín e irnos los dos a trabajar y juntarnos nuevamente recién, y por un ratito, cuando la tele dice que empezó el horario de protección al menor.

San Luis, noviembre de 1995.

___________________

Este texto pertenece al guión de un programa radial nunca emitido del ciclo ‘Siestas para contar y cantar’ que se difundía, conducido por el autor, por la Radio de la Universidad Nacional de San Luis. El programa iba a ser dedicado al drama cotidiano de las familias cuyos padres trabajan todo el día y se ven con sus hijos sólo por un ratito. Fue realizado a partir de la recreación de un relato de Eduardo Galeano, de los tantos leídos por el autor, como siempre, de libros prestados.


Nos queda esa pregunta



Cuando se fueron la pregunta quedó flotando en el silencio. Nadie se atrevió a formularla en voz alta. Una hilera de margaritas bordeando la entrada de la casa; un círculo deformado de rayitos de sol custodiando la abertura amenazante del pozo ciego; las marcas del futbol estampadas con arcilla en la pared; en el fondo, más de medio centenar de botellones que Teresa juntaba para hacer salsa de tomates, testimonian de que allí habitó alguien. Testigos mudos que dejan adivinar el bullicio de otras tardes. Tardes de futbol a la salida de la escuela: cuatro piedras traidas de la sierra y las elecciones cotidianas:

-¡Yo soy Palermo! grita el más chico y acaricia orgulloso la camiseta azul y oro.
-¡Yo soy el Batigol! asegura el hermano, mientras dirimen quienes defenderán el arco norte y el arco sur de esa cancha que se les antoja fabulosa.
-¡Yo soy un niño que tiene miedo por la noche cuando las paredes de mi casa crujen! me parece adivinar en la mirada del mayor, escudriñando la mirada de los grandes.
-Yo soy un niño que no entiende bien que está pasando, por qué ahora mi casa dejó de ser mi casa y veo a mis padres con caras preocupadas.

Las cosas pasan demasiado rápido para entenderlas, una sucesión vertiginosa que desentona con lo apacible de la tarde.

Tarde de futbol, de elecciones cotidianas, pero ¿quien es el que elige esto que nos pasa?

Adriano elige compartir la tristeza recostado en el silencio, y Fabricio, sin demasiados preambulos rompe en llantos, intuyendo la partida de sus tres amigos.
Tratando de contener lo incontenible, las lágrimas se asoman de los ojos de Teresa. Oscar va y viene cuidando los últimos detalles, eludiendo detenerse, porque sabe que en ese mismo instante, la cáscara que construyó se caerá a pedazos y quizá el hombre llore como un niño.

Impotente, Sergio los abraza prometiendo que “no los vamos a dejar solos”, hablando por él y los vecinos.

Se repiten los abrazos y las lágrimas, con Roxana, con Graciela....

Allí quedan, como testigos mudos de que vivió alguien, las coquetas margaritas y los guardianes rayitos de sol. Allí quedan los ecos de las voces de los niños. Allí queda flotando en el ambiente de la sierra, en los estertores mismos del ocaso, la pregunta que nadie se anima a pronunciar: ¿Quién de nosotros será el próximo que deba irse en el barrio Cerros Colorados?


Gracias Comandanta



Que cosas tiene la vida, comandanta... Ante cuantas bifurcaciones que nos pone. Yo queriéndola querer sin que me deje, usted queriéndome querer sin conseguirlo. ¿Cuantas batallas faltarán hasta nuestro Santa Cruz de la Sierra definitivo?

Repetimos la historia de Fidel y Ernesto, aunque cuarenta años más tarde, la vida vuelve a bifurcar destinos que aparecían ante la vista como unidos para siempre.

Gracias comandanta -me urge decirlo- por la dicha plena de los momentos compartidos. Por haber descorrido el velo de mis ojos y permitirme de nuevo ver la luz del sol que había desaparecido.

Y nos quedan batallas, comandanta, que deberemos afrontar inménsamente solos, aunque no por eso, menos decididos.

La suya, comandanta, marcada por esa sutil mezcla de delicadeza y ferocidad que la caracterizan. Leona parida en defensa de sus crías. Leona parida en defensa de su vida...

La mía, comandanta, marcada por el desconcierto de quien ha perdido el rumbo que usted le señalaba; ya sin sures ni nortes, ni otoños ni inviernos, tan solo con mis ojos resecos de lágrimas tanteando en el camino...

Hace poco, comandanta, le había escrito, hablando de mis sentires frente al tiempo. Aunque ahora ya no espero y se haya escapado otro cumpleaños, los paisajes son los mismos:

"Mi efemérides, porque ya es casi un efemérides, trajo de regalo una catarata de años que pasaron sin que siquiera lo advirtiese; así, uno tras otro, me cachetearon y me pusieron en el lugar que corresponde. No hubo espera, simplemente pasaron en una sucesión vertiginosa hasta llegar a este lugar, donde -contradictoriamente- la espera me consume.

"Espera que aguza los sentidos, buscando en el silencio el sonido prometido que no llega. Un colectivo en la parada, un pasajero que baja y después de unos minutos quedo buscando tu rostro en el cieloraso, porque tus pasos no llegaron presurosos a mi cama como hubiese querido.

"Me duermo, o creo que me duermo, hasta que un auto se detiene; puede ser el taxi que te trae. Pero el ruido del pasador de la puerta nunca llega, ni la cadena tañe contra el enrejado del frente de mi casa.

"De nuevo el silencio, ahora acompañado del humo del cigarro. Las volutas dibujan figuras en el aire y en todas estás vos, que no cruzás la puerta, ni la cruzarás hoy en todo el día, aletargando de esa forma el tiempo de la espera.

"Espera, el humo ya desapareció y sigo mirando fijo el blanco inagotable de mi techo. Ahora si, ese ruido de motor, esa alarma... pero tampoco ahora tus pasos te guían hacia mi.

"Me duermo o juego a que me duermo y me despierta el ladrido de mis perros. Alguien se acerca, pero esta vez es el cartero. Nunca trae buenas noticias, solo cuentas.

"Lento, inacabable, plomizo, el tiempo se aletarga nuevamente, pero fugaz, irreverente, inexorable me acerca torrentoso hacia mis 47.

"Y aqui estoy, otra vez, tan imprudente, tan yo mismo, insistente. Complicando tu existencia, mi existencia, pensándote, pensándome, pensándonos.

"Llueve, te habría dicho en un mensaje que sé, ya de antemano, que nunca abrirás. Llueve, con lo que eso significa. ¿Esta noche me dirás: "La luna está espléndida" si el viento se lleva la tormenta? Pero llueve y estamos tan lejos y tan cerca.

"Lluvia sin viento, cabellera que se deshace en chispazos cuando toca el suelo aterciopelado de mi patio, como tu pelo, que acaricio con atrevimiento desmedido en medio de mis sueños.

"¿Cuál es la medida de tu tiempo? No logro imaginarlo. Eterno y fugaz, probablemente como el mio.

"Qué te empuja a tus impiadosos silencios, qué te lleva a huir, pequeña, de mi encuentro.

"Llueve, ahora llueve, y la lluvia detiene el tiempo.

"Y así vengo hasta la máquina, me siento y escribo, simplemente, para decirte que te quiero", le habia dicho comandanta, hace apenas un tiempo.

Así es, comandanta, nuevamente repetimos la historia repetida de Fidel y de Ernesto, por mandato de un dios, caprichoso y eterno, que no entiende de amores, de luchas ni designios.

Así es comandanta, me queda la dicha del fulgor de su risa, la bronca que me daba cada vez que se iba y volvía tranquila, así, como si nunca me hubiese abandonado.

Entre el amor y el odio, jamás la indiferencia, ese nuestro camino.

Así es comandanta, nos veremos de nuevo, pero allá en otra lucha, cuando me necesite. Yo estaré, seguro, con ropa de fajina, dando nuevos combates a donde usted decida.

12-03-07


Lunas de octubre




"¡¡Lunas de Octubre!!!... Cuantas definiciones!!, pibe 'tu ayuda' queda marcada con fuego en mi alma. Buen comienzo para un cuento", me decís. Mal final para un amor, pienso... Puedo creer para que creas que creyendo en tí serás real, decía mi amigo Carlitos, el que eligió ser pájaro alla en su Río Cuarto.

Viernes 13. No es correcto ser supersticioso.

El comienzo de este día fue apoteótico, insuperable. Nuevamente los aromas inhallables, los sabores indecibles, los amores cercanos a la gloria...

Las burbujas del champagne recorriendo tus caminos y yo esperándolas, sediento, para beberlas, para beberte.

Tus mordiscos dignos de Afrodita aún laceran en sueños a mi cuerpo.

Tu humedad recorriendo mi espalda. El champagne rosado tomando el color de tu cuerpo, el calor de tu cuerpo, la intensidad de tu cuerpo. Tus cavidades mi copa.

El amor, nuevamente, cuando ya no recordaba como eran los latidos agitados. Primavera en medio del otoño.

Miro a través de mi ventana, los rayitos de sol se han secado, parece que nada podrá evitar que queden mústios.

Habías advertido que estaban atados a mi suerte y me animo de nuevo a regarlos.

Lunas de octubre, me vuelve a la memoria nuestro viaje.

Revolución de sol, este nuestro viaje. Camioneros perplejos nuestro viaje; mirando nuestros cuerpos desnudos a orillas del camino.

En mi celular descansan más de cincuenta mensajes, que ya no leeré, de María que alguna vez fue otra con nombre de guerra, revolucionaria de manos endurecidas de laburar la tierra, de dibujar sonrisas, de enseñar a escuchar, de enseñar a hablar.

Mensajes de María que no dicen te quiero... que se anima en uno a decir 'te necesito'.

María que no puede, María que no quiere, María que me quiere... María del vestido rumbo al casamiento donde se emborrachará... María, simplemente María, como en el tango.

María madraza de esta luna de octubre, como leona parida defendiendo los suyos.

Ya no sé cual es cual, no sabés quien es quien. Así, en esta luna de octubre, difícil distinguirnos...

Y te canto al oido, me cantas al oido. Una sola baldosa es demasiado lugar. Nuestros cuerpos bailan aquí, en la penumbra de mi casa que jurás no será tuya.

Construyamos nuestro espacio me pedís, mientras tu celular habla de llamadas y de otro que espera...

Te canto al oido, me cantas al oido, quien canta qué cosa y cuál cuerpo es el mío.

Lunas de octubre, relatos inconclusos, estos tuyos y mios.

Relatos que renacen dentro de tu vientre, relatos que ya son por los dos compartidos... en esta luna de octubre que de nuevo ha salido.




14-15 de octubre de 2006