miércoles, 23 de mayo de 2012

Rituales del duelo

Lo había hecho muchas veces antes de aprender su significado. No menos de cinco. Fue en El último de la tribu donde supo que esa era una forma ancestral de comenzar el duelo. La última vez que se vieron, incluso antes de encontrarse, él ya sabía que al regresar volvería a hacerlo. Probablemente ambos lo sabían.

Pero no fue como en las oportunidades anteriores. Esta vez había una necesidad más profunda, como si necesitase sacarse todo, extirparse el corazón. Para que no volviera a doler, para que nadie pudiera entrar jamás. Se dio la orden: "bajo siete llaves" y se prometió cumplirla y tiró cada una de las llaves en lugares diferentes. Una en el rincón de los recuerdos, otra en la caja de los m a l o s r a t o s s i n r e m e d i o, otra en el frasco de las desilusiones, otra en la de los parches para la vida, y así, una por una... hasta que junto cada uno de los recipientes y los enterró en el cementerio del olvido. Ya no habría cantos de sirenas que lo conmovieran, ni excusas para reabrirlo.


 
Se paró frente al espejo, como tantas veces lo había hecho frente a la tumba de su padre. Intentó, como otras veces, saber que deparaba el futuro. Pero en el espejo estaba él y su decisión, nadie más. Encendió la máquina y comenzó por sexta vez con el ritual. La operación duró más de una hora, fue despaciosa, conciente.

Se acordó del rojo, ese color que a ella le abrió una brecha: súbitamente y sin esperar nada, aparecieron señales, mensajes, palabras o colores (un color rojo, por ejemplo) que inmediatamente le cambiaron el curso a las emociones.

Recordó la última cena, ambos tan distantes, tan distintos de lo que aparecían en sus escritos, porque la escritura alivia, pero también miente. Ella y él, como en un presagio. Mira la foto de ese día: coincidieron en el negro. Negro de luto. Y se dio cuenta que debía mantener el equilibrio, porque nadie, nadie, en ningún lugar, lo salvaría...

Eran de mundos diferentes, lo terminó de palpar en esa última cena que tuvieron junto a sus amigos. Ella, en todo caso, salvaba a otro, al estilo Juarroz. Y él ahí, ya también era distinto. Sin preanunciarlo, en esa paradójica Última Cena, también comenzó el duelo.

Y volvió a su casa, como ya lo había hecho en algúna otra oportunidad y por causas diferentes (o no tanto, todas habían sido pérdidas) pacientemente fue dejando su cuerpo sin un pelo.

Al contrario que otras veces, en esta no se rasuró el bigote, que jamás había usado sin su barba. Y se afeitó una y otra vez, por largos días, por varios meses. Hasta que el dolor fue desapareciendo y su corazón no estaba más.

Ya no hay más escritura que lo alivie ni tampoco anda buscando la luz. Nada de eso existe. Ahora son días que pasan, uno tras otro, esperando el último, aunque sin buscarlo.

Archivó sus cosas y a sabiéndas, también archivó lo que quedaba de él.

Ella sacó su amor del stand by en un aeropuerto.

Él ya no siente. O más bien siente que se ha muerto.