martes, 21 de marzo de 2023

Cuentos

Crónicas de guerra



Veintidos de marzo de dos mil tres, seis de la mañana, prendo el televisor: Bagdad arde bajo el peso irresistible de las bombas. Video juego interactivo, ahora con sonidos algo más realistas. Sólo falta el olor de la pólvora y el de carne humana chamuscada.

En los últimos tres días las principales bolsas del mundo han crecido a niveles exorbitantes. El Daw Jones obtuvo las mayores ganancias desde 1986. En Inglaterra también entra en el mercado de valores un sitio de apuestas en Internet sobre los días exactos que durará el conflicto. En la tele hasta Laje se mostró, seis horas antes, conmovido por la frialdad de los mercados. Probablemente sea una ficción.

Se repiten las imágenes del “día A”, como lo han bautizado en el Imperio. ¿“A” de animal? Imposible, los animales se limitan a orinar para marcar su territorio.



Guerra interactiva donde los muertos son sólo números mentidos a sabiendas. “Una división Irakí, de unos ocho mil hombres, se entregó sin ofrecer resistencia, luego de que los propios subordinados mataran a sus jefes para poder rendirse a la coalición”, dice un parte de la prensa oficialista. Sólo dos infantes de marina yankees han muerto en combate según el reporte oficial. Los demás por pelotudos, porque en estos tres días ya se han caído tres helicópteros de las fuerzas invasoras por aparentes malas maniobras realizadas. La televisión no permite todavía sentir el olor a la pólvora ni a la carne chamuscada.

Seis y diez de la mañana aquí en este lugar, mi lugar de peligrosas aguas claras, de peligrosas reservas acuíferas a futuro, con un otoño que parece más a primavera, el bicherío comienza a alborotarse. Gallos y teros revoltosos anuncian a los gritos el despuntar del sol por estas horas.

Seis y diez de la mañana, mediodía irakí, la CNN acompaña con sus cámaras a la avanzada imperialista pomposamente titulada “Coalición para la liberación de Irak”. El encargado de las tropas cuenta como son bien recibidos por los pobladores del lugar. Las imágenes muestran sólo a dos. Las calles están solitarias en ese lugar perdido en la geografía arenosa del desierto. A lo lejos arde un tanque. La TV no puede darnos –todavía- la posibilidad de apreciar el olor del combustible ardiendo, de la carne chamuscada por las bombas. Mil quinientas toneladas de bombas en un día.




En un cuadro sobre cuadro Bagad arde tras la sombra recortada de unas gigantescas palmeras. Bagdad de las Mil y Una Noches, Bagdad de las mil y una bombas. La imagen muestra al primer herido: le falta solamente saludar y sonreír para las cámaras. Ninguno de los niños que jugaban hasta hace una semana en sus calles está entre los heridos, ninguno entre los muertos, Bagdad de las mil y una mentiras. La TV todavía no puede transmitirnos el olor de la carne humana chamuscada, pero puedo percibirlo, aquí desde mi peligrosamente acuífero país del alimento y de los muertos por las bombas del hambre y la miseria.

Seis y cuarto de la mañana: la verdadera guerra está aquí dentro. Silenciosa, destructiva, casi tanto como aquella. Esta extraña sensación de despertarme y no encontrarte, después de haberte visto en sueños. Guerra que anuda la garganta, guerra sin batallas que me deja finalmente sin palabras. Guerra perdida antes de empezarla. Guerra de sueños versus realidades, guerras de amores unidireccionales. Guerra perdida –insisto- antes de empezarla.

“Aun dentro de mi silencio, de mi no saber decir, de mi no poder decir, tus palabras se hunden en mi piel, las siento entrar en la profundidad , hacerse cuerpo, mezclarse con las mías, articularse, soñarse dichas después del sueño. Felices, dichosas de volar al aire, de caer presurosas en gotas de amor, de lluvia o de rocío” .



Cuento de Leones y de Tigres




Tus hondonadas coinciden a la perfección con mis valles. Cada centímetro de tu cara parece hecho a propósito para que combine con la mía. Dos perfecciones imperfectas que se unen lentamente, casi como al descuido. La soledad de la noche es la única testigo.

Y ahora tu pómulo se acomoda lentamente en el hueco de mi ojo, mientras mi ceja busca ese espacio preciso en el vano de tu órbita.

El juego puede durar minutos o acaso horas.

- “Acariñame”, me decís mientras tu mano busca la oreja protectora.
- “Que odeja livianita que tenés”, asegurás mientras tus pestañas me hacen cosquillas en la cara.
Respiramos el mismo aire tibio, dulzón que se cuela por entre las frazadas.
- “Acariñame y no te vayas; no me dejes solita”; suplicas mientras el cansancio va dejando un lugar para el silencio.
- “Te lo judo que no me tenés que dejar”, parloteas a media lengua.
- “La nenas no tienen que dodmid solitas”, asegurás mientras yo contraataco y comienzo a “acariñarte” la parte “livianita” de tu oreja.

Mis huesos piden a gritos la comodidad de otra cama, pero seguimos en la tuya, como si el tiempo fuese eterno. Ahora las preguntas se tornan metafísicas.

- “¿Y donde van los muedtos? ¿Se van a una estrellita? ¿Y dónde está la abuelita viejita? Quiero verla.
Y yo a que no y vos a que si. Y yo a que es muy tarde y vos a que no importa. Y yo que al desgano señalo hacia ninguna parte y a todas del cielo y te digo:
- “En esa brillante”, y vos a que ¿cuál? y así por un rato hasta que coincidimos en todas y ninguna y tus ojos comienzan a cerrarse o acaso son los míos y nuevamente comienzan a coincidir profundidades con elevaciones y el aire se hace cada vez más dulzón y seguís aferrada a la seguridad de mi oreja...
Estoy disfrutando de todas las cosas que prohibo con satisfacción de deber cumplido.
- “Cuántas veces tengo que decirte que no tomes el agua del pico de la manguera”, me parece oír mientras redescubro el brillo saltarín del sol picoteando el agua que salta del extremo de la manguera y sacia mi sed.
El olor a pasto me invade y me conmueve.
- “Por qué no cuidas un poco la ropa, la estás manchando toda de verde” pienso mientras doy una voltereta entre el verde insolente de la gramilla.
- “Dejá de hacer barro y cerrá esa canilla de una buena vez”, me sale el inconsciente represor, mientras tranquilamente chapoteo en el agua derramada.
La pelota viene y va pero no veo a quiénes la patean.
- “Deben ser los Leones, o los Tigres” se me ocurre, recordando a esos equipos que se me antojaban fabulosos cuando iba a quinto grado. Los dos eran de séptimo y jugar como ellos era nuestra meta.

El cielo está esplendorosamente limpio. Una brisa apenas tibia viene como jugando del norte. Recién es agosto, apenas un adelanto de primavera en medio del invierno.

Mis amigos dicen que estoy loco cuando digo que el calor tiene un olor especial. Puede que estén en lo cierto, porque su olfato no puede llegar a distinguir, en medio de tres olores, el olor de una tardecita de verano, ni que hablar de una de primavera.

Tampoco pueden oír, seguramente, el rumor de las hormonas exaltadas en setiembre.

Mis amigos son así, capaces de negar hasta el cansancio que en nuestros cuerpos burbujean cientos de litros de adrenalina cuando la primavera comienza a cercarnos con sus olores.

Mis amigos son capaces de negar, si así se lo proponen, que la rivalidad de los Leones y los Tigres era irreconciliable. Nadie que fuese amigo de alguno de ellos era bien visto por los fanáticos del equipo contrario, pero ellos son capaces de negarlo.

La pelota sigue de un lado para otro y me cuesta un infierno darme vuelta para ver quiénes la patean.

Algo incómodo se instala justo en medio de mis costillas mientras alguien, insistentemente, cachetea mis mejillas.
Quiero seguir en medio de este partido entre Tigres y Leones, pero es en vano, el dolor en mis costillas se hace insoportable. Como un mosquito insolente, se hacen cada vez más insistentes los pequeños golpes en mi cara.

- “Papá, papá... despedta, decime como nacen las estrellas y cómo hizo el abuelito Eduardo para llegar hasta allá arriba...” y así la historia se hace circular y se repite hasta un lugar que a mi se me ocurre la eternidad en medio de mi sueño.



Casi Igual





Todo era igual, irritantemente igual a simple vista. Aunque si se entraba en detalles era increíblemente distinto.

Las hojas de los árboles estaban casi petrificadas en las ramas, silenciosamente quietas. Nada se movía. Ni siquiera el aire. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la partida? ¿Quince, dieciséis, dieciocho años?

Todo estaba sorprendentemente igual, sólo que algunas caras ya no estaban y en otras las arrugas eran más profundas.

La luz de la calle se encendía y se apagaba en intervalos de siete segundos, obligando a los ojos a un repetido trabajo de acostumbramiento para poder ver.

El cielo estaba como siempre, con más estrellas que cualquier otro cielo. Aunque no parezca cierto, es verdad; vaya a saber por que razón, el cielo en esta parte de la tierra tiene más estrellas. La Vía Láctea parece estar allí nomás, estirando un poco la mano. Las Tres Marías y la Cruz del Sur brillan con más fuerza, dándole un toque mágico a la bóveda oscura.

Eran las dos de la madrugada y el calor continuaba siendo insoportable. Algunos vecinos permanecían sentados en la vereda y de adentro de las casas salían vómitos de infierno.

Todo era igual. Una tormenta invisible a mis ojos disparaba flashes que blanqueaban el cielo, pero las estrellas seguían allí, dispuestas a quedarse para siempre.

En uno de esos destellos me pareció ver a don Carlos Andriossi charlando con mi viejo, sentados en el banco de cemento. Un engaño de la vista, un simple espejismo de la nostalgia, porque ya no quedaba ni tan siquiera el banco de cemento.

La camioneta “Baqueano” de Miguel, gracias a eficaces planes económicos de gobiernos igualmente pervertidos, se había transformado en una Chevrolet “Apache”, igual de vieja, igual de destruida. Casi igual que tantos años atrás.

Doña Ñata, igual que siempre lo había hecho, salía de a ratos de su casa y curioseaba hacia ambos extremos de la calle, como buscando algo que se negaba a aparecer y después de unos minutos se perdía en la oscuridad de las habitaciones.

Había demasiado silencio como para no reconocerlo, demasiada calma. El aire espeso parecía que sólo podría cortarse con tijera y se negaba a entrar en los pulmones. El aire tenía demasiados presagios, como aquel aire de tantos años atrás, muchos más todavía que los años de mi partida. Treinta, treinta y un años atrás.

Aquella vez había sido más temprano. Como si fuera hoy lo recuerdo. El Coquito Vuarino venía caminando por el cordón de la vereda con las manos extendidas en cruz para no perder el equilibrio. Tenía apenas seis años, pero su espalda estaba encorvada, quizá por el peso de haber perdido hacía poco a su padre.

Era febrero, lo recuerdo bien porque era carnaval y en un par de días iba a cumplir años. Como siempre, Pirincho y José me regalarían un pomo o una careta, regalo repetido hasta que se fueron de la cuadra.

Cuando pasó cerca mío, el Coquito me dijo algo, no sé qué. No contesté nada porque él tenía fama de pendenciero y yo de bastante cagón. Al no tener respuesta siguió como venía, con los brazos en cruz haciendo equilibrio, hasta perderse dos esquinas más allá.

El Corso sería por la avenida principal, desde la esquina de la ESSO hasta la del kiosco de Figueroa, y el palco estaría en la vereda de la Pileta Municipal, al lado del kiosco de mi tío Alfredo. Dos cuadras en las que, durante tres horas, carrozas, disfrazados y gente con ropa de domingo, irían ceremoniosamente de una punta a la otra respetando rigurosamente el sentido de las manos de la calle.

-Hola que tal, cómo anda don Fulano...
-Bien y usted, cómo ha crecido la nena...
-Vio don Fulano, los chicos crecen...

...y después el chisme obligado de “viste lo corto que era el vestido de la nena” y de “yo no se de dónde sacan plata, se tomaron como tres Bidú Cola cada uno..”.
Ida y vuelta, vuelta e ida... De vez en cuando una parada en alguno de los bares improvisados para tomar una Coca, una Pepsi o una Bidu Cola.

Los bares o como se los quiera llamar, los facilitaba una marca de gaseosa. Una armazón de chapa puesta sobre la vereda, de tres metros por tres metros, donde se amontonaban salchichas, choripanes y tambores con hielo para tener la gaseosa helada y por supuesto los porrones de cerveza.

El nuestro, mejor dicho el de mi padre, era de la Pepsi y era el más organizadito. A diferencia de los otros dos, tenía mesas y sillas que noche a noche viajaban a nuestra casa en el Manchester.

El Manchester se llamaba exactamente así, sin ningún otro signo visible que lo identificara si era Ford o Chevrolet o alguna otra marca de fábrica conocida. El Manchester era un camioncito modelo '27 (lo se, porque siempre recordaban en casa que era del mismo año en que nació mi madre) que arrancaba al primer golpe de manija. Verde inglés desteñido por el tiempo, era el transporte que teníamos cuando promediaban los '60.

Las mesas de lata habían sido prestadas por el distribuidor de la Pepsi, pero las sillas eran las de casa. Había de dos tipos. Unas diez que usábamos en la cocina y otras tantas de nuestro comedor, de cuero repujado. A las seis de la tarde todo el mundo quedaba parado en la casa hasta la hora que finalizaba el corso y así hasta mañana.

El Coquito se perdía de mi vista más allá de la esquina del Marconi y la tardecita se iba poniendo insoportable. El aire estaba pegajoso mientras descargábamos las sillas. No se movía una hoja.

Allá a lo lejos, al sur, hacia el fondo de la calle, se divisaban unos nubarrones negros, que de tanto en tanto eran cruzados por unos latigazos de luz intensa. Demasiado lejos para tenerlos en cuenta.

Los bomberos, que eran los organizadores de esa parodia de Carnaval Carioca, comenzaban a colocar las mesas en los extremos de las calles. Traían parsimoniosamente las entradas y distribuían las tareas para esa noche de trabajo.

Igual que treinta y pico de años antes, un tajo de aire helado se coló por todos los rincones. Fue un aviso, nada más. Fue un decir: ‘prepárense porque acá vengo’, una señal para que entendiera hasta el más desprevenido. Después nuevamente la calma y el silencio.

No lo entendimos aquella vez mientras los nubarrones seguían rodando desde el sur con su carga de viento y de granizo.

La poca luz del atardecer se hizo noche y desde el fondo de la avenida principal parecía venir un malón de almas de Pampas y Ranqueles, dueños antiguos de esa tierra. En esa confusión de viento, tierra, granizo, lluvia y ramas que crujían, se hizo más difícil distinguir si era más importante salvar la vida o salvar las pocas cosas que habían podido conseguirse en una vida.

El Manchester, que arrancaba al primer manijazo, se negaba sistemáticamente a funcionar. No había cebadores ni aceleradores que lo sacaran de su susto. No sé cuanto tiempo pasó. Yo tenía agarrado firme el volante y agitaba violentamente el pié sobre el acelerador y mi papá le daba cuerda a la manija. Primero fue como una tos y la voz de mi viejo diciéndome: mantenelo acelerado a fondo. Mis casi seis años tiritaban todos por el miedo a la tormenta.

Una vecina se apiadó de nosotros y diligente nos comenzó a guardar las sillas en el zaguán de su casa. Los árboles se arqueaban casi hasta tocar el suelo y el granizo despedazaba su follaje. El ‘Pampero’ empezaba a hacerse sentir con toda su furia.

El Manchester tosió dos, tres, cuatro veces y despidiendo un humo negro comenzó a marchar con ese cafere cafere cafere clásico de los motores de la época. Como buen modelo '27 no tenía limpia parabrisas y mucho menos vidrios en las puertas. El agua entraba por todos lados y aunque me había hecho nada pegado al cuerpo de mi padre, el granizo dos por tres me cascoteaba el cuerpo.
Las tres o cuatro cuadras que había hasta mi casa fueron eternas. El Manchester avanzaba a duras penas, tosiendo a cada paso, seguro por algún cable mojado. La noche se hizo más noche de repente. Con un chispear atolondrado de cables en el suelo, el pueblo entero se quedó sin luz. Casi al unísono un rayo cayó en el pararrayos de la Policía, apenas a una cuadra de donde veníamos nosotros. El estruendo fue impresionante, como si mil bombas juntas hubiesen reventado al lado nuestro.

Doblamos en la esquina, ya con el viento de cola el camioncito viajaba más ligero.
Todo era igual treinta y tantos años después. Igual el viento helado, lleno de presagios, cortándome la cara.

De pronto el silencio dejó de ser silencio. Los árboles sacudieron su modorra y comenzaron a agitarse como locos. Nuevamente el tropel de almas de Pampas y Ranqueles bajaron en sus caballos desde el sur, arrancando todo lo que encontraban a su paso. La pampa quería reducir a nada a ese grano de hierro, ladrillos y cemento crecido en sus entrañas.

Los cables comenzaron a chocarse cada vez con más furia y nuevamente la noche se hizo más noche. Como entonces, un rayo descargó su furia eléctrica sobre los techos de la Policía.

Una cortina de agua cayó con fuerza sobre la tierra hirviente, despidiendo un olor gratificante. Nada podía verse más allá de los cuarenta o cincuenta metros. El agua parecía una muralla. El granizo comenzó a repicar una melodía acompasada en los techos de chapa y empezó con su siembra de destrozos, igual que entonces, treinta y tantos años antes. Los árboles se arqueaban con un ruido estremecedor y de tanto en tanto resignaban una rama, que pesadamente terminaba en el suelo. Otros, los más viejos, no resistían al empuje del ‘Pampero’ y lentamente se entregaban a la muerte dejando sus raíces en el aire.

Una vez más fueron la lluvia, el viento, los rayos y el granizo, las manos vengadoras que manejaron las boleadoras y las lanzas del Pampa y del Ranquel contra las casas de los hijos de los huincas. De esos huincas que arrasaron sus tierras, que cegaron sus vientres, que alambraron sus campos y los convirtieron en olvido.

Y después, igual que siempre, el aire helado del silencio previsible de la historia, como si nunca hubiese ocurrido nada.


Inspirado en La Carlota, escrito en San Luis, enero de 1997.-



Aurora




Sólo faltaban en el aire el olor a cuero, mezclado con el de la banana y la manzana. Tampoco estaba el color marrón de los portafolios. En su lugar, un sinnúmero de amarillos, verdes, rojos, azules y violetas ocupaban las pequeñas espaldas enfundadas en blanco.

Caminamos despacio por un pasillo corto hasta llegar a un patio inmenso. Treinta años después sentí el mismo miedo. Sólo que mi miedo era ahora el de Emiliano. Caritas nuevas en todos los rincones, manitas aferradas a sus madres y a sus padres.

Todo ese blanco movedizo era igual, pero extrañaba el olor de la manzana y la banana y también el del cuero nuevo. Esos fueron mis olores en la escuela. Sonó el timbre, igual a mi timbre -se me ocurrió- como si el tiempo no existiera. Ninguno de los tres quería que sonara. A Malena le daba igual, es más, de seguro prefería que así fuera. Volvimos al patio delantero donde esperaba una maestra.

Recordé todo el ritual: levantarse a las siete, lavarse los dientes, lavarse la cara, tomar la leche entredormido, controlar el lustre de los zapatos, ponerse el guardapolvo y papá insistiendo con las fotos. Esa calle, tantas veces recorrida, hoy era distinta.

- “Emi, parate allí con Malena y con mamá que les saco una foto. Ahora al lado del busto de Belgrano...”

Emiliano formó fila donde le indicaron y quien sabe por qué, comencé a pensar zonceras, a imaginarlo en el secundario, en la universidad... Primer Grado, primer día y yo pensando esas zonceras...

Me sorprendió una costumbre de la escuela. Los chicos más grandes formaron un pasillo humano por donde caminaron los ingresantes a Primero, en medio de un caluroso aplauso de bienvenida.

Se me hizo un nudo en la garganta que fue creciendo y creciendo hasta el Aurora, tantas veces cantado mientras la bandera subía y subía en otros cielos.

Alta en cielo, un águila guerrera... los ojos se me comenzaron a nublar ... audaz se eleva, en vuelo triunfal... quería ver como subía la bandera y no podía... Azul un ala, del color del cielo, azul un ala del color del mar... Aunque quería disimularlo no podía, miraba a todos lados y a ninguna parte... Es la bandera, de la patria mía... y finalmente cayó la primera lágrima, laaarga, larguísima... del sol nacida, que me ha dado Dios... Quería cantar y era imposible... Es la bandera, de la patria mía... Los hombres no lloran, pensé e inmediatamente me di cuenta de que era una estupidez... Punta de flecha, el aureo rostro imita... Quería ver a Emiliano y no podía... y forma estela al purpurado cuello... restregué mis ojos para no quedar al descubierto... el ala es paño, el águila es bandera... insistía en sacarme una basurita inexistente de los ojos... Es la bandera de la patria mía, del sol nacida, que me ha dado Dios...

Después nuevamente los rumores y los ‘hola’ y ‘¿te acordás?’ de los compañeros que se reencontraban y mi hijo en lenta fila india hacia ese lugar que se me ocurría lleno de misterios...

Como en aquel lejano primer día, fui yo también el que lloré, aunque creo que esta vez fue porque quería quedarme junto a mi hijo.

San Luis, marzo de 1997.-






domingo, 5 de marzo de 2023

LA VENTANA BOBA DE MI CUARENTENA

-"Usted sí que la hizo linda", me dijo Julio, mi vecino -señalando mi ventana- el empleado municipal que desobstruye las cloacas en la calle, desde donde estaba haciendo su trabajo. No lo entendí, pero tampoco pregunté. Atiné a una sonrisa entre pava y cómplice por su ocurrencia. 

Apuntaba hacia la ventana del que sería mi dormitorio, que había espejado para que nadie pudiera acusarme de exhibicionista a la hora de ir a dormir o salir del baño. 

Después tuve que agregar cortinas black-out porque de noche, porfiadas -aunque más en tinieblas que en un vidrio simple- las siluetas se dejaban ver a través de semejante ventanal de 2,5 x 1,5 metros. Juro que no hubo intención de replicar el panóptico de Foucault. 

Jamás de los jamases, pero a veces el tiro sale por el lugar menos pensado. Poco antes de mis 60, el chico de la ventana, del que hoy voy a contarles, me sugirió: Viejo, por qué no cambiás el orden: Tu habitación donde está el escritorio y viceversa. 



Lo pensé varias veces. Había mudado mi oficina a la planta alta porque mi vecina tapó con su pared el sol del norte en el invierno. Esa preciada fuente de luz, por la que perdí casi tres metros de patio para que me llegara al lugar que yo había elegido para trabajar, desapareció de un soplo por su capricho.



Arriba recuperé la claridad –hablo de luminosidad, no de pensamiento-. Pero la observación era acertada; no estaba pensado para eso y ahora, para pasar a mi lugar de trabajo, ya no solo había que recorrer parte de los recovecos de la casa, sino también atravesar mi dormitorio, siempre desordenado por mi fobia natural a tender la cama al levantarme y la manía de apilar la ropa limpia sin guardar en el placar. 

Y tras el cambio, recién ahí -pasaron varios años- entendí la picardía de Julio: "¡Usted sí que la hizo bonita!" Me estaba diciendo que podía espiar a todo el barrio sin que nadie pudiese darse cuenta. ¡Tan amigo que soy de saber sobre las vidas ajenas! Pero su duda era razonable. 

Así quedó mi pequeño lugar en el mundo donde me encuentro cada día con la rutina del trabajo, mirando hacia la calle, hacia el sur; este terrible ventanal que transmite como pocos hacia adentro el frío del invierno.



¿Qué de nuevo me ha traído la cuarentena obligada del coronavirus? Poco y nada, o a lo mejor mucho y no me he dado cuenta. 

Ciudad dormitorio le dicen a la mía, porque al ser satélite de una capital, la gente se va temprano y no vuelve hasta la noche. 

El día es silencioso, solo ataviado por el canto de los pájaros. Y al ser mi casa la última de la cuadra -más allá son casi baldíos o cerros empinados- pocos pasan frente a ella para marchar a su rutina. 



El silencio no ha cambiado demasiado, no somos muy ruidosos. Juan -el albañil- pasa caminando como siempre, a cualquier hora; aunque ahora viola una y otra vez el DNU que establece la prohibición de acercamiento y de abrazos. 

También desobedece la norma local que permite que los afortunados poseedores de un DNI con terminación par puedan salir lunes, miércoles, viernes y domingo, mientras los que nos tocó impar en suerte, nos hayan robado una salida semanal y podamos solo hacerlo martes, jueves y sábado. 

Pero insisto, mi ventana es boba, me muestra solo lo que yo quiero que me muestre. Nada más. Y la verdad no le pido mucho. Capaz que la boba no sea solo ella. 

Pero yo no quería hablarles de esta ventana que apunta a un lago que los árboles crecidos ya no me permiten ver como ocurría hace años. 



Yo quería contarles de cómo construir una ventana, cómo ir pensando y soñando una casa en un sitio que está tan lejos y tan cerca de todos y ningún lugar. 

La casa -inmensa- estuvo soñada para estar poblada de risas y palabras; de amigos y guitarras. Mi “lugar en el mundo”, como la película, que alguna parte se filmó cerca de aquí. 

Un sueño por momentos inconcluso. 



La música, a veces, otras, las discusiones políticas o de cualquier tema, llenan el vano entre las ventanas que miran al norte y el sur



Y también contarles del pibe que hizo la ventana, aunque antes haré un pequeño paréntesis para hacer cuatro, cinco (capaz que más, seguro) digresiones: 

-Creo que he pasado la vida preparándome para esta pandemia o algún desastre semejante; no digo toda, pero capaz que la mayor parte. Algo así como una profecía autocumplida. Desde los lejanos tiempos del Rodrigazo, donde yo solo era un niño, quedó en mí, marcado a fuego, la escasez de alimentos, las corridas por comida, los precios exorbitantes. De allí me viene eso de tener una provisión que me permitiría -racionamiento riguroso mediante- permanecer en mi casa sin salir unos tres meses, ayudado por los tomates, zapallitos, calabazas y otros tantos productos que recojo de mi huerta, según sea la estación. 



 -Con algunos amigos hemos coincidido en que el cambio más fuerte, es que ahora tengo (tenemos) prohibido ir a lugares a los que antes tampoco iba(mos). 

Estresa saberse acorralado, pero es más sensación que realidad. -Hace 15 años que hago teletrabajo, con fugaces salidas a la calle, cada vez menos frecuentes. El ermitaño me ha ido ganando y fue encerrándome en mi cueva. 

La rutina de pedalear por el sube y baja de estas calles, la he cambiado por la bicicleta fija, mientras voy mirando videos de paisajes, viajes y salidas, en el monitor que aparece en la foto. 

Jamás pensé que tendría el tiempo necesario para volver a verlos y editarlos. Cientos de horas grabadas, obviamente, por ese defecto profesional de dejarlo todo registrado. 



-Trabajo mucho más ahora, que antes del aislamiento obligatorio, lo cual ya de por si es una desgracia, aunque me permite tener la mente ocupada y no pensar en boludeces. Le dedico también una buena porción de tiempo a hacer plantines, regar las plantas, cosechar sus frutos, desmalezar a mano... Hoy vi que una semillita de humito de la alegría ha prendido y será para alguno de mis amigos, si prospera. 



-Me encantaría dar buenas noticias, pero creo que después del virus no seremos mejores y más reflexivos como muchos quisiéramos: Hay una tendencia creciente de mucha gente -mucha en serio, a probarse cómo le queda la gorra y los borcegos. 

-Desde los cincuenta, cuando festejábamos el cumpleaños de mi mejor amigo de la infancia y a él se le ocurrió morirse antes de que empezásemos a cenar (en la misma fecha e idéntica ocasión que mi viejo) siento que estoy amortizado. 

Han pasado casi diez años de aquel 14 de mayo. Cada vez las balas pican más cerca y ya han caído varios amigos y conocidos. 



Pero es más fácil que muera en un accidente en moto que por darle el gusto a este microorganismo choto. 

-Lo anterior es por porfiado, porque morir voy a morir más tarde o más temprano, no importa cuándo; pero no quiero que me cague mi último deseo: La fiesta de velorio a lo mexicano; con guitarras, comida y vino por varios días, a cuenta de la etapa que se inicia. 



Mis hijos tienen instrucciones precisas y en este contexto, hasta ese último gustito me quitarían. 

-Vivo solo hace también quince años, por lo que la actual situación no ha modificado mi estatus, salvo que en enero se fue a vivir a Córdoba Malena, mi hija, la razón para una de las pocas salidas que tenía, cuando iba a visitarla. 

Malena es música y mucho más, acá y en Córdoba

-Incluso, si lo miro en perspectiva, el “colonia” virus (“se mata con una loción ordinaria”, según escuché un testimonio en la tele, ya que el alcohol en gel podía suplantarse con “agua de colonia o algún otro perfume barato”) me ha ayudado a comprometerme nuevamente con lo que ya me había desilusionado por el desgaste cotidiano –el periodismo-. 



Incluso también para recapacitar que si hubiese emprendido ese sueño en el que llevo tantos años empeñado en comenzar, hoy estaría comenzando a fundirme: Un restaurante de pastas caseras o trattoría, como se prefiera. 

-Esto que tanto tiempo me ha dado de comer –muchas veces bien, otras menos y otras peores- ya no me llenaba el espíritu: La banalización de la palabra, el consumo de “noticias” por las redes, las mentiras como verdades reveladas, las fake news, habían mellado mi espíritu. 

Recobré algo de ganas en estos días, intentando por lo menos ser estricto a la hora de escribir, que es lo mínimo que puedo hacer para que el ánimo no decaiga y tenga algo de sentido este trabajo. No es mucho, pero tampoco es insignificante. 

-Salvo una yarará, de las que hace mucho tiempo no veía, no han reaparecido animales salvajes por la casa, como ha sucedido en otros lares. En realidad, creo que nunca se fueron y andan por los alrededores. 

De noche se siguen viendo las lechuzas y de tanto en tanto las luciérnagas; los sapos siguen croando e invadiendo todo como hace 20 años, cuando vine a vivir a este lugar. 




No es extraño encontrarlos dentro del inodoro o tapando la salida del agua de la ducha. Su caca en la cochera es un clásico y también en otros lugares de la casa. 

El covid-19 no les ha modificado demasiado el hábitat. 


Cómo llegó hasta ahí, es imposible de explicar

 - ¿Cómo andás con el sexo?, me preguntaron días antes del “no te toco no me toques” -Ando mejor en bicicleta, respondí. Y así seguimos, sin variantes. No es por fanfarronear, pero fui un adelantado con esto del auto acuartelamiento. 

Yo venía jugándole a risa a la epidemia, pero en una conferencia de prensa me terminó de caer la ficha. 

Unos días antes, el benemérito ARSaa II, en una especie de acto-anuncio de recomposición salarial para los estatales, realizado en su pirámide, se despachó: En tiempos de coronavirus, decidimos hacer esta reunión con menos personas de las acostumbradas. Éramos como 300 en el Salón Blanco y pensé “se cagan en la epidemia”. 

El 6 de marzo –creo- convocaron a una conferencia de prensa a la que concurrimos algunos cercanos a la tercera edad, no todos bien vistos por el gobierno, como quien suscribe. 

Antes de que arrancara, lancé un sarcasmo: Acá nos juntaron a todos y ahora viene y nos estornuda un chino. 

El tema era, justamente, la pandemia que se avecinaba. Ahí me cayó la ficha. 

El lunes siguiente hice los trámites que me quedaban pendientes, fui al supermercado, saqué efectivo del cajero y decidí confinarme. 

Varios días antes de la obligatoriedad ya me había aislado solo. Después vino lo que vino y resistí 25 días sin pisar la vereda, conviviendo solo con mis gatas. 

Salí porque mi obra social me obliga a hacer un trámite mensual para entregarme los medicamentos para mi diabetes. 

Obviamente, aproveché y compré vituallas frescas para engalanar mi freezer. 


Pero no quiero escaparle el bulto a la historia del pibe que hizo las ventanas y cómo se fueron construyendo, porque, aunque bobas, no son cualquier ventana. 

En rigor de verdad, son cuatro idénticas -arriba y abajo- y desde cualquiera podría haber sido este relato. 

Un capricho del destino hizo que fuera ésta y no otra la que convoquen mis palabras. Porque es bien sabido, las palabras no nombran a las cosas, sino que convocan a que las cosas sean tal cual las imaginamos. ¿Cuántas ventanas entran en la palabra ventana? ¿Cuántos colores, cuántas formas? 

Esta abertura de la que hablamos, había sido diseñada por el arquitecto con una chimenea que la partía al medio, para que funcione el hogar que finalmente quedó situado en otro lado. 

Como tenía la fantasía de una vista inmensa, la dimensioné a mi gusto y paladar. 2,5 metros de ancho, por 1,5 de alto. Dos rajas de 50 cm a cada lado para ventilar y un paño fijo de 1,5 x 1,5 al centro. 



Como imaginaba que todo debía ser rústico, el primer desafío fue conseguir durmientes de ferrocarril de por lo menos tres metros de largo, para que se apoyaran, aunque más no fuere 25 cm. de cada lado.

No fue tarea fácil. De tres lugares distintos debí conseguirlos (hay una historia con los durmientes que merece un capítulo especial, que no será esta vez, por supuesto). 

Pero no todo es soplar y hacer botellas: esta madera centenaria de quebracho colorado, dura como pocas, se resistía malamente a la gubia y la escofina. Una sierra circular terminó costándome hacer las guías donde entrarían los marcos. Aunque alemana y de muy buena calidad, finalmente el motor dijo “¡Basta!” segundos antes de terminar el último corte. 

El ingenio permitió adaptar otra herramienta para que el trabajo no naufragara cuando estaba casi terminado. 

Y el pibe del que les hablo hizo la segunda parte: Midió los hierros, cortó, soldó, amoló, pintó una, dos, tres veces y después, juntos, las colocamos en su sitio. Es el mismo que se arremangó y puso el entrepiso y más luego colocó el piso flotante. 

Se da bastante maña. Pero no todo fue como es ahora. Se avecinaba uno de mis cumpleaños, ya ni recuerdo cuál, y había que estrenar el nuevo espacio, el de la planta baja. 

Todavía aquí no había escalera. Entonces, provisorio casi para siempre, el lugar de los vidrios fue ocupado por el famoso y nunca bien ponderado “nylon cristal” que resistió estoicamente vientos, lluvias, granizos y tempestades durante varios años. 



El pibe del que les hablo, entre viaje y viaje, tomaba mis herramientas de carpintero y fue armando, de a poco, en madera de pinotea rescatada del algún tirante, las rajas de abrir y cerrar. 

Pero le faltó tiempo o a mí paciencia. Como hubo un momento en que las monedas alcanzaron, vinieron señores con más sapiencia y mejor equipo del que teníamos, para hacer la faena final y quedaron como están ahora, o casi. 



Porque el espejado también fue obra nuestra (se sumó mi hija, también para la pintura y los barnizados -ahora fabrica sus propios muebles) igual que las lámparas, la chimenea, algunas puertas y portones, entre otras cosas que llevan sello familiar. Salvo la albañilería, lo demás es casi todo “hecho en casa”. 



Y el pibe del que les hablo –o al menos eso intento- estaba “tranqui” el domingo en Córdoba, cuarenteneando como todos o la mayoría y un infortunio le cambió la vida. 

Ceci, su amiga, lo llamó para decirle que había muerto su padre. Después de una seguidilla de catástrofes, que comenzaron con una caída y terminaron con una anemia y un infarto, el hombre dejó el mundo de los vivos, pero no en Córdoba, sino a 1.050 kilómetros de distancia, al sur del país, atravesando tres provincias. 

Entonces el pibe, que trabaja en negro (o trabajó hasta diciembre) en La Vecindad, allí cerquita del Paseo de las Artes; el que juntaba las pizzas y la comida que quedaba, cuando salía a la madrugada de su laburo y la repartía camino a su casa, entre los desesperados que aguardaban su llegada para que les diera el que posiblemente fuera el único plato del día; se cargó el problema de Cecilia al hombro y le buscó una solución. 

Dejó la solidaridad facebukeana para otros y puso manos a la obra, igual que con la ventana. Recorrió dependencias policiales provinciales y federales, además de Gendarmería, buscando un salvoconducto que les permitiera llegar a Río Negro. 


Sin dormir, a media noche, partieron rumbo a Villa General Roca, atravesando Córdoba, La Pampa y ya cerquita de Neuquén, Ceci, con lo justo, pudo finalmente despedir a su padre. 

El pibe que les cuento, que se fue casi con lo puesto y unos pocos pesos, no le contó a su padre la mitad de la historia: Los habían autorizado a ir, pero no podría pasar de nuevo por La Pampa, porque el regreso ya no era una emergencia, como había sido el fallecimiento. 

Así que, al igual que muchos otros que se enfrentan a esta adversidad, como mi amigo Rubén -con el que fui a Cuba en 2018- al que el cierre de fronteras lo dejó varado en Guatemala (está allí resistiendo desde el 7 de marzo) o la novia de Martín, uno de mis sobrinos, a quien la hecatombe de la pandemia la atrapó en la India y permanece junto a otros 300 sin poder volver; ahora, el pibe que hizo la ventana, enfrenta idéntico desafío: Volver a casa. 


Mientras cocino este relato, de mi ventana boba, que me obliga a mirarme a cada rato hacia adentro, él diseña la última parte de su plan, con un recorrido 800 kilómetros más largo, que esta vez será por Viedma, Bahía Blanca, Rufino (en Santa Fe), para finalmente pisar la tierra con tonada. 

Eso si todo sale tal cual lo planificado y no termina en cuarentena en territorio extraño o preso por violar el DNU 297/20 en alguno de esos lugares, tantas veces recorridos y queridos, que de repente se volvieron hostiles, plagados de retenes y milicos, donde lo miran como extraño, aun dentro de su propio país. Cada límite o frontera es un suplicio, cada pueblo atravesado, una aventura. 

El pibe este, el que hizo la ventana, tiene la puta costumbre de creerse eso de que “la patria es el otro” y lo pone en práctica cada vez que puede; aunque su padre quede haciendo gárgaras con los huevos y los ojos como camote por las lágrimas, porque después de todo, el viejo es también un ser humano. 



Las seis palabras que faltan para las 3.000(*) me las reservo para contarles que el pibe, Emiliano, llegó bien y que su viejo –que vendría a ser yo, por si alguien todavía no se había percatado- tiene el pecho hinchado de orgullo, porque para él también “la patria es el otro” no es solo una consigna, aunque le cueste más llevarlo a la práctica. 

Quería contarlo, en este par de horas que le robé hoy al sueño y recordarles que, aunque vencido el plazo, en Perú todavía estaría a horario, sin importar que viva en Puntania, que bien se sabe, también es Otro País. 


 *El presente texto debió formar parte del libro "Coronados" que fue editado en el mes de abril de 2020 por los compañeros de la Escuela de Cs. de la Información (hoy Facultad) de la UNC, que decidieron poner en palabras, desde los distintos lugares del planeta en el que habitaban (hoy, al momento de subirlo a este blog, algunos ya no están). Una decisión unilateral que no viene al caso detallar, hizo que decidiera no publicarla y por esa razón no forma parte de ese hermoso libro. La consigna era un relato de no más de 3.000 palabras. Las seis restantes fueron: Emiliano volvió bien, cansado pero ileso.



Gustavo Eduardo Senn