domingo, 5 de marzo de 2023

LA VENTANA BOBA DE MI CUARENTENA

-"Usted sí que la hizo linda", me dijo Julio, mi vecino -señalando mi ventana- el empleado municipal que desobstruye las cloacas en la calle, desde donde estaba haciendo su trabajo. No lo entendí, pero tampoco pregunté. Atiné a una sonrisa entre pava y cómplice por su ocurrencia. 

Apuntaba hacia la ventana del que sería mi dormitorio, que había espejado para que nadie pudiera acusarme de exhibicionista a la hora de ir a dormir o salir del baño. 

Después tuve que agregar cortinas black-out porque de noche, porfiadas -aunque más en tinieblas que en un vidrio simple- las siluetas se dejaban ver a través de semejante ventanal de 2,5 x 1,5 metros. Juro que no hubo intención de replicar el panóptico de Foucault. 

Jamás de los jamases, pero a veces el tiro sale por el lugar menos pensado. Poco antes de mis 60, el chico de la ventana, del que hoy voy a contarles, me sugirió: Viejo, por qué no cambiás el orden: Tu habitación donde está el escritorio y viceversa. 



Lo pensé varias veces. Había mudado mi oficina a la planta alta porque mi vecina tapó con su pared el sol del norte en el invierno. Esa preciada fuente de luz, por la que perdí casi tres metros de patio para que me llegara al lugar que yo había elegido para trabajar, desapareció de un soplo por su capricho.



Arriba recuperé la claridad –hablo de luminosidad, no de pensamiento-. Pero la observación era acertada; no estaba pensado para eso y ahora, para pasar a mi lugar de trabajo, ya no solo había que recorrer parte de los recovecos de la casa, sino también atravesar mi dormitorio, siempre desordenado por mi fobia natural a tender la cama al levantarme y la manía de apilar la ropa limpia sin guardar en el placar. 

Y tras el cambio, recién ahí -pasaron varios años- entendí la picardía de Julio: "¡Usted sí que la hizo bonita!" Me estaba diciendo que podía espiar a todo el barrio sin que nadie pudiese darse cuenta. ¡Tan amigo que soy de saber sobre las vidas ajenas! Pero su duda era razonable. 

Así quedó mi pequeño lugar en el mundo donde me encuentro cada día con la rutina del trabajo, mirando hacia la calle, hacia el sur; este terrible ventanal que transmite como pocos hacia adentro el frío del invierno.



¿Qué de nuevo me ha traído la cuarentena obligada del coronavirus? Poco y nada, o a lo mejor mucho y no me he dado cuenta. 

Ciudad dormitorio le dicen a la mía, porque al ser satélite de una capital, la gente se va temprano y no vuelve hasta la noche. 

El día es silencioso, solo ataviado por el canto de los pájaros. Y al ser mi casa la última de la cuadra -más allá son casi baldíos o cerros empinados- pocos pasan frente a ella para marchar a su rutina. 



El silencio no ha cambiado demasiado, no somos muy ruidosos. Juan -el albañil- pasa caminando como siempre, a cualquier hora; aunque ahora viola una y otra vez el DNU que establece la prohibición de acercamiento y de abrazos. 

También desobedece la norma local que permite que los afortunados poseedores de un DNI con terminación par puedan salir lunes, miércoles, viernes y domingo, mientras los que nos tocó impar en suerte, nos hayan robado una salida semanal y podamos solo hacerlo martes, jueves y sábado. 

Pero insisto, mi ventana es boba, me muestra solo lo que yo quiero que me muestre. Nada más. Y la verdad no le pido mucho. Capaz que la boba no sea solo ella. 

Pero yo no quería hablarles de esta ventana que apunta a un lago que los árboles crecidos ya no me permiten ver como ocurría hace años. 



Yo quería contarles de cómo construir una ventana, cómo ir pensando y soñando una casa en un sitio que está tan lejos y tan cerca de todos y ningún lugar. 

La casa -inmensa- estuvo soñada para estar poblada de risas y palabras; de amigos y guitarras. Mi “lugar en el mundo”, como la película, que alguna parte se filmó cerca de aquí. 

Un sueño por momentos inconcluso. 



La música, a veces, otras, las discusiones políticas o de cualquier tema, llenan el vano entre las ventanas que miran al norte y el sur



Y también contarles del pibe que hizo la ventana, aunque antes haré un pequeño paréntesis para hacer cuatro, cinco (capaz que más, seguro) digresiones: 

-Creo que he pasado la vida preparándome para esta pandemia o algún desastre semejante; no digo toda, pero capaz que la mayor parte. Algo así como una profecía autocumplida. Desde los lejanos tiempos del Rodrigazo, donde yo solo era un niño, quedó en mí, marcado a fuego, la escasez de alimentos, las corridas por comida, los precios exorbitantes. De allí me viene eso de tener una provisión que me permitiría -racionamiento riguroso mediante- permanecer en mi casa sin salir unos tres meses, ayudado por los tomates, zapallitos, calabazas y otros tantos productos que recojo de mi huerta, según sea la estación. 



 -Con algunos amigos hemos coincidido en que el cambio más fuerte, es que ahora tengo (tenemos) prohibido ir a lugares a los que antes tampoco iba(mos). 

Estresa saberse acorralado, pero es más sensación que realidad. -Hace 15 años que hago teletrabajo, con fugaces salidas a la calle, cada vez menos frecuentes. El ermitaño me ha ido ganando y fue encerrándome en mi cueva. 

La rutina de pedalear por el sube y baja de estas calles, la he cambiado por la bicicleta fija, mientras voy mirando videos de paisajes, viajes y salidas, en el monitor que aparece en la foto. 

Jamás pensé que tendría el tiempo necesario para volver a verlos y editarlos. Cientos de horas grabadas, obviamente, por ese defecto profesional de dejarlo todo registrado. 



-Trabajo mucho más ahora, que antes del aislamiento obligatorio, lo cual ya de por si es una desgracia, aunque me permite tener la mente ocupada y no pensar en boludeces. Le dedico también una buena porción de tiempo a hacer plantines, regar las plantas, cosechar sus frutos, desmalezar a mano... Hoy vi que una semillita de humito de la alegría ha prendido y será para alguno de mis amigos, si prospera. 



-Me encantaría dar buenas noticias, pero creo que después del virus no seremos mejores y más reflexivos como muchos quisiéramos: Hay una tendencia creciente de mucha gente -mucha en serio, a probarse cómo le queda la gorra y los borcegos. 

-Desde los cincuenta, cuando festejábamos el cumpleaños de mi mejor amigo de la infancia y a él se le ocurrió morirse antes de que empezásemos a cenar (en la misma fecha e idéntica ocasión que mi viejo) siento que estoy amortizado. 

Han pasado casi diez años de aquel 14 de mayo. Cada vez las balas pican más cerca y ya han caído varios amigos y conocidos. 



Pero es más fácil que muera en un accidente en moto que por darle el gusto a este microorganismo choto. 

-Lo anterior es por porfiado, porque morir voy a morir más tarde o más temprano, no importa cuándo; pero no quiero que me cague mi último deseo: La fiesta de velorio a lo mexicano; con guitarras, comida y vino por varios días, a cuenta de la etapa que se inicia. 



Mis hijos tienen instrucciones precisas y en este contexto, hasta ese último gustito me quitarían. 

-Vivo solo hace también quince años, por lo que la actual situación no ha modificado mi estatus, salvo que en enero se fue a vivir a Córdoba Malena, mi hija, la razón para una de las pocas salidas que tenía, cuando iba a visitarla. 

Malena es música y mucho más, acá y en Córdoba

-Incluso, si lo miro en perspectiva, el “colonia” virus (“se mata con una loción ordinaria”, según escuché un testimonio en la tele, ya que el alcohol en gel podía suplantarse con “agua de colonia o algún otro perfume barato”) me ha ayudado a comprometerme nuevamente con lo que ya me había desilusionado por el desgaste cotidiano –el periodismo-. 



Incluso también para recapacitar que si hubiese emprendido ese sueño en el que llevo tantos años empeñado en comenzar, hoy estaría comenzando a fundirme: Un restaurante de pastas caseras o trattoría, como se prefiera. 

-Esto que tanto tiempo me ha dado de comer –muchas veces bien, otras menos y otras peores- ya no me llenaba el espíritu: La banalización de la palabra, el consumo de “noticias” por las redes, las mentiras como verdades reveladas, las fake news, habían mellado mi espíritu. 

Recobré algo de ganas en estos días, intentando por lo menos ser estricto a la hora de escribir, que es lo mínimo que puedo hacer para que el ánimo no decaiga y tenga algo de sentido este trabajo. No es mucho, pero tampoco es insignificante. 

-Salvo una yarará, de las que hace mucho tiempo no veía, no han reaparecido animales salvajes por la casa, como ha sucedido en otros lares. En realidad, creo que nunca se fueron y andan por los alrededores. 

De noche se siguen viendo las lechuzas y de tanto en tanto las luciérnagas; los sapos siguen croando e invadiendo todo como hace 20 años, cuando vine a vivir a este lugar. 




No es extraño encontrarlos dentro del inodoro o tapando la salida del agua de la ducha. Su caca en la cochera es un clásico y también en otros lugares de la casa. 

El covid-19 no les ha modificado demasiado el hábitat. 


Cómo llegó hasta ahí, es imposible de explicar

 - ¿Cómo andás con el sexo?, me preguntaron días antes del “no te toco no me toques” -Ando mejor en bicicleta, respondí. Y así seguimos, sin variantes. No es por fanfarronear, pero fui un adelantado con esto del auto acuartelamiento. 

Yo venía jugándole a risa a la epidemia, pero en una conferencia de prensa me terminó de caer la ficha. 

Unos días antes, el benemérito ARSaa II, en una especie de acto-anuncio de recomposición salarial para los estatales, realizado en su pirámide, se despachó: En tiempos de coronavirus, decidimos hacer esta reunión con menos personas de las acostumbradas. Éramos como 300 en el Salón Blanco y pensé “se cagan en la epidemia”. 

El 6 de marzo –creo- convocaron a una conferencia de prensa a la que concurrimos algunos cercanos a la tercera edad, no todos bien vistos por el gobierno, como quien suscribe. 

Antes de que arrancara, lancé un sarcasmo: Acá nos juntaron a todos y ahora viene y nos estornuda un chino. 

El tema era, justamente, la pandemia que se avecinaba. Ahí me cayó la ficha. 

El lunes siguiente hice los trámites que me quedaban pendientes, fui al supermercado, saqué efectivo del cajero y decidí confinarme. 

Varios días antes de la obligatoriedad ya me había aislado solo. Después vino lo que vino y resistí 25 días sin pisar la vereda, conviviendo solo con mis gatas. 

Salí porque mi obra social me obliga a hacer un trámite mensual para entregarme los medicamentos para mi diabetes. 

Obviamente, aproveché y compré vituallas frescas para engalanar mi freezer. 


Pero no quiero escaparle el bulto a la historia del pibe que hizo las ventanas y cómo se fueron construyendo, porque, aunque bobas, no son cualquier ventana. 

En rigor de verdad, son cuatro idénticas -arriba y abajo- y desde cualquiera podría haber sido este relato. 

Un capricho del destino hizo que fuera ésta y no otra la que convoquen mis palabras. Porque es bien sabido, las palabras no nombran a las cosas, sino que convocan a que las cosas sean tal cual las imaginamos. ¿Cuántas ventanas entran en la palabra ventana? ¿Cuántos colores, cuántas formas? 

Esta abertura de la que hablamos, había sido diseñada por el arquitecto con una chimenea que la partía al medio, para que funcione el hogar que finalmente quedó situado en otro lado. 

Como tenía la fantasía de una vista inmensa, la dimensioné a mi gusto y paladar. 2,5 metros de ancho, por 1,5 de alto. Dos rajas de 50 cm a cada lado para ventilar y un paño fijo de 1,5 x 1,5 al centro. 



Como imaginaba que todo debía ser rústico, el primer desafío fue conseguir durmientes de ferrocarril de por lo menos tres metros de largo, para que se apoyaran, aunque más no fuere 25 cm. de cada lado.

No fue tarea fácil. De tres lugares distintos debí conseguirlos (hay una historia con los durmientes que merece un capítulo especial, que no será esta vez, por supuesto). 

Pero no todo es soplar y hacer botellas: esta madera centenaria de quebracho colorado, dura como pocas, se resistía malamente a la gubia y la escofina. Una sierra circular terminó costándome hacer las guías donde entrarían los marcos. Aunque alemana y de muy buena calidad, finalmente el motor dijo “¡Basta!” segundos antes de terminar el último corte. 

El ingenio permitió adaptar otra herramienta para que el trabajo no naufragara cuando estaba casi terminado. 

Y el pibe del que les hablo hizo la segunda parte: Midió los hierros, cortó, soldó, amoló, pintó una, dos, tres veces y después, juntos, las colocamos en su sitio. Es el mismo que se arremangó y puso el entrepiso y más luego colocó el piso flotante. 

Se da bastante maña. Pero no todo fue como es ahora. Se avecinaba uno de mis cumpleaños, ya ni recuerdo cuál, y había que estrenar el nuevo espacio, el de la planta baja. 

Todavía aquí no había escalera. Entonces, provisorio casi para siempre, el lugar de los vidrios fue ocupado por el famoso y nunca bien ponderado “nylon cristal” que resistió estoicamente vientos, lluvias, granizos y tempestades durante varios años. 



El pibe del que les hablo, entre viaje y viaje, tomaba mis herramientas de carpintero y fue armando, de a poco, en madera de pinotea rescatada del algún tirante, las rajas de abrir y cerrar. 

Pero le faltó tiempo o a mí paciencia. Como hubo un momento en que las monedas alcanzaron, vinieron señores con más sapiencia y mejor equipo del que teníamos, para hacer la faena final y quedaron como están ahora, o casi. 



Porque el espejado también fue obra nuestra (se sumó mi hija, también para la pintura y los barnizados -ahora fabrica sus propios muebles) igual que las lámparas, la chimenea, algunas puertas y portones, entre otras cosas que llevan sello familiar. Salvo la albañilería, lo demás es casi todo “hecho en casa”. 



Y el pibe del que les hablo –o al menos eso intento- estaba “tranqui” el domingo en Córdoba, cuarenteneando como todos o la mayoría y un infortunio le cambió la vida. 

Ceci, su amiga, lo llamó para decirle que había muerto su padre. Después de una seguidilla de catástrofes, que comenzaron con una caída y terminaron con una anemia y un infarto, el hombre dejó el mundo de los vivos, pero no en Córdoba, sino a 1.050 kilómetros de distancia, al sur del país, atravesando tres provincias. 

Entonces el pibe, que trabaja en negro (o trabajó hasta diciembre) en La Vecindad, allí cerquita del Paseo de las Artes; el que juntaba las pizzas y la comida que quedaba, cuando salía a la madrugada de su laburo y la repartía camino a su casa, entre los desesperados que aguardaban su llegada para que les diera el que posiblemente fuera el único plato del día; se cargó el problema de Cecilia al hombro y le buscó una solución. 

Dejó la solidaridad facebukeana para otros y puso manos a la obra, igual que con la ventana. Recorrió dependencias policiales provinciales y federales, además de Gendarmería, buscando un salvoconducto que les permitiera llegar a Río Negro. 


Sin dormir, a media noche, partieron rumbo a Villa General Roca, atravesando Córdoba, La Pampa y ya cerquita de Neuquén, Ceci, con lo justo, pudo finalmente despedir a su padre. 

El pibe que les cuento, que se fue casi con lo puesto y unos pocos pesos, no le contó a su padre la mitad de la historia: Los habían autorizado a ir, pero no podría pasar de nuevo por La Pampa, porque el regreso ya no era una emergencia, como había sido el fallecimiento. 

Así que, al igual que muchos otros que se enfrentan a esta adversidad, como mi amigo Rubén -con el que fui a Cuba en 2018- al que el cierre de fronteras lo dejó varado en Guatemala (está allí resistiendo desde el 7 de marzo) o la novia de Martín, uno de mis sobrinos, a quien la hecatombe de la pandemia la atrapó en la India y permanece junto a otros 300 sin poder volver; ahora, el pibe que hizo la ventana, enfrenta idéntico desafío: Volver a casa. 


Mientras cocino este relato, de mi ventana boba, que me obliga a mirarme a cada rato hacia adentro, él diseña la última parte de su plan, con un recorrido 800 kilómetros más largo, que esta vez será por Viedma, Bahía Blanca, Rufino (en Santa Fe), para finalmente pisar la tierra con tonada. 

Eso si todo sale tal cual lo planificado y no termina en cuarentena en territorio extraño o preso por violar el DNU 297/20 en alguno de esos lugares, tantas veces recorridos y queridos, que de repente se volvieron hostiles, plagados de retenes y milicos, donde lo miran como extraño, aun dentro de su propio país. Cada límite o frontera es un suplicio, cada pueblo atravesado, una aventura. 

El pibe este, el que hizo la ventana, tiene la puta costumbre de creerse eso de que “la patria es el otro” y lo pone en práctica cada vez que puede; aunque su padre quede haciendo gárgaras con los huevos y los ojos como camote por las lágrimas, porque después de todo, el viejo es también un ser humano. 



Las seis palabras que faltan para las 3.000(*) me las reservo para contarles que el pibe, Emiliano, llegó bien y que su viejo –que vendría a ser yo, por si alguien todavía no se había percatado- tiene el pecho hinchado de orgullo, porque para él también “la patria es el otro” no es solo una consigna, aunque le cueste más llevarlo a la práctica. 

Quería contarlo, en este par de horas que le robé hoy al sueño y recordarles que, aunque vencido el plazo, en Perú todavía estaría a horario, sin importar que viva en Puntania, que bien se sabe, también es Otro País. 


 *El presente texto debió formar parte del libro "Coronados" que fue editado en el mes de abril de 2020 por los compañeros de la Escuela de Cs. de la Información (hoy Facultad) de la UNC, que decidieron poner en palabras, desde los distintos lugares del planeta en el que habitaban (hoy, al momento de subirlo a este blog, algunos ya no están). Una decisión unilateral que no viene al caso detallar, hizo que decidiera no publicarla y por esa razón no forma parte de ese hermoso libro. La consigna era un relato de no más de 3.000 palabras. Las seis restantes fueron: Emiliano volvió bien, cansado pero ileso.



Gustavo Eduardo Senn


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