martes, 21 de marzo de 2023

Cuentos

Crónicas de guerra



Veintidos de marzo de dos mil tres, seis de la mañana, prendo el televisor: Bagdad arde bajo el peso irresistible de las bombas. Video juego interactivo, ahora con sonidos algo más realistas. Sólo falta el olor de la pólvora y el de carne humana chamuscada.

En los últimos tres días las principales bolsas del mundo han crecido a niveles exorbitantes. El Daw Jones obtuvo las mayores ganancias desde 1986. En Inglaterra también entra en el mercado de valores un sitio de apuestas en Internet sobre los días exactos que durará el conflicto. En la tele hasta Laje se mostró, seis horas antes, conmovido por la frialdad de los mercados. Probablemente sea una ficción.

Se repiten las imágenes del “día A”, como lo han bautizado en el Imperio. ¿“A” de animal? Imposible, los animales se limitan a orinar para marcar su territorio.



Guerra interactiva donde los muertos son sólo números mentidos a sabiendas. “Una división Irakí, de unos ocho mil hombres, se entregó sin ofrecer resistencia, luego de que los propios subordinados mataran a sus jefes para poder rendirse a la coalición”, dice un parte de la prensa oficialista. Sólo dos infantes de marina yankees han muerto en combate según el reporte oficial. Los demás por pelotudos, porque en estos tres días ya se han caído tres helicópteros de las fuerzas invasoras por aparentes malas maniobras realizadas. La televisión no permite todavía sentir el olor a la pólvora ni a la carne chamuscada.

Seis y diez de la mañana aquí en este lugar, mi lugar de peligrosas aguas claras, de peligrosas reservas acuíferas a futuro, con un otoño que parece más a primavera, el bicherío comienza a alborotarse. Gallos y teros revoltosos anuncian a los gritos el despuntar del sol por estas horas.

Seis y diez de la mañana, mediodía irakí, la CNN acompaña con sus cámaras a la avanzada imperialista pomposamente titulada “Coalición para la liberación de Irak”. El encargado de las tropas cuenta como son bien recibidos por los pobladores del lugar. Las imágenes muestran sólo a dos. Las calles están solitarias en ese lugar perdido en la geografía arenosa del desierto. A lo lejos arde un tanque. La TV no puede darnos –todavía- la posibilidad de apreciar el olor del combustible ardiendo, de la carne chamuscada por las bombas. Mil quinientas toneladas de bombas en un día.




En un cuadro sobre cuadro Bagad arde tras la sombra recortada de unas gigantescas palmeras. Bagdad de las Mil y Una Noches, Bagdad de las mil y una bombas. La imagen muestra al primer herido: le falta solamente saludar y sonreír para las cámaras. Ninguno de los niños que jugaban hasta hace una semana en sus calles está entre los heridos, ninguno entre los muertos, Bagdad de las mil y una mentiras. La TV todavía no puede transmitirnos el olor de la carne humana chamuscada, pero puedo percibirlo, aquí desde mi peligrosamente acuífero país del alimento y de los muertos por las bombas del hambre y la miseria.

Seis y cuarto de la mañana: la verdadera guerra está aquí dentro. Silenciosa, destructiva, casi tanto como aquella. Esta extraña sensación de despertarme y no encontrarte, después de haberte visto en sueños. Guerra que anuda la garganta, guerra sin batallas que me deja finalmente sin palabras. Guerra perdida antes de empezarla. Guerra de sueños versus realidades, guerras de amores unidireccionales. Guerra perdida –insisto- antes de empezarla.

“Aun dentro de mi silencio, de mi no saber decir, de mi no poder decir, tus palabras se hunden en mi piel, las siento entrar en la profundidad , hacerse cuerpo, mezclarse con las mías, articularse, soñarse dichas después del sueño. Felices, dichosas de volar al aire, de caer presurosas en gotas de amor, de lluvia o de rocío” .



Cuento de Leones y de Tigres




Tus hondonadas coinciden a la perfección con mis valles. Cada centímetro de tu cara parece hecho a propósito para que combine con la mía. Dos perfecciones imperfectas que se unen lentamente, casi como al descuido. La soledad de la noche es la única testigo.

Y ahora tu pómulo se acomoda lentamente en el hueco de mi ojo, mientras mi ceja busca ese espacio preciso en el vano de tu órbita.

El juego puede durar minutos o acaso horas.

- “Acariñame”, me decís mientras tu mano busca la oreja protectora.
- “Que odeja livianita que tenés”, asegurás mientras tus pestañas me hacen cosquillas en la cara.
Respiramos el mismo aire tibio, dulzón que se cuela por entre las frazadas.
- “Acariñame y no te vayas; no me dejes solita”; suplicas mientras el cansancio va dejando un lugar para el silencio.
- “Te lo judo que no me tenés que dejar”, parloteas a media lengua.
- “La nenas no tienen que dodmid solitas”, asegurás mientras yo contraataco y comienzo a “acariñarte” la parte “livianita” de tu oreja.

Mis huesos piden a gritos la comodidad de otra cama, pero seguimos en la tuya, como si el tiempo fuese eterno. Ahora las preguntas se tornan metafísicas.

- “¿Y donde van los muedtos? ¿Se van a una estrellita? ¿Y dónde está la abuelita viejita? Quiero verla.
Y yo a que no y vos a que si. Y yo a que es muy tarde y vos a que no importa. Y yo que al desgano señalo hacia ninguna parte y a todas del cielo y te digo:
- “En esa brillante”, y vos a que ¿cuál? y así por un rato hasta que coincidimos en todas y ninguna y tus ojos comienzan a cerrarse o acaso son los míos y nuevamente comienzan a coincidir profundidades con elevaciones y el aire se hace cada vez más dulzón y seguís aferrada a la seguridad de mi oreja...
Estoy disfrutando de todas las cosas que prohibo con satisfacción de deber cumplido.
- “Cuántas veces tengo que decirte que no tomes el agua del pico de la manguera”, me parece oír mientras redescubro el brillo saltarín del sol picoteando el agua que salta del extremo de la manguera y sacia mi sed.
El olor a pasto me invade y me conmueve.
- “Por qué no cuidas un poco la ropa, la estás manchando toda de verde” pienso mientras doy una voltereta entre el verde insolente de la gramilla.
- “Dejá de hacer barro y cerrá esa canilla de una buena vez”, me sale el inconsciente represor, mientras tranquilamente chapoteo en el agua derramada.
La pelota viene y va pero no veo a quiénes la patean.
- “Deben ser los Leones, o los Tigres” se me ocurre, recordando a esos equipos que se me antojaban fabulosos cuando iba a quinto grado. Los dos eran de séptimo y jugar como ellos era nuestra meta.

El cielo está esplendorosamente limpio. Una brisa apenas tibia viene como jugando del norte. Recién es agosto, apenas un adelanto de primavera en medio del invierno.

Mis amigos dicen que estoy loco cuando digo que el calor tiene un olor especial. Puede que estén en lo cierto, porque su olfato no puede llegar a distinguir, en medio de tres olores, el olor de una tardecita de verano, ni que hablar de una de primavera.

Tampoco pueden oír, seguramente, el rumor de las hormonas exaltadas en setiembre.

Mis amigos son así, capaces de negar hasta el cansancio que en nuestros cuerpos burbujean cientos de litros de adrenalina cuando la primavera comienza a cercarnos con sus olores.

Mis amigos son capaces de negar, si así se lo proponen, que la rivalidad de los Leones y los Tigres era irreconciliable. Nadie que fuese amigo de alguno de ellos era bien visto por los fanáticos del equipo contrario, pero ellos son capaces de negarlo.

La pelota sigue de un lado para otro y me cuesta un infierno darme vuelta para ver quiénes la patean.

Algo incómodo se instala justo en medio de mis costillas mientras alguien, insistentemente, cachetea mis mejillas.
Quiero seguir en medio de este partido entre Tigres y Leones, pero es en vano, el dolor en mis costillas se hace insoportable. Como un mosquito insolente, se hacen cada vez más insistentes los pequeños golpes en mi cara.

- “Papá, papá... despedta, decime como nacen las estrellas y cómo hizo el abuelito Eduardo para llegar hasta allá arriba...” y así la historia se hace circular y se repite hasta un lugar que a mi se me ocurre la eternidad en medio de mi sueño.



Casi Igual





Todo era igual, irritantemente igual a simple vista. Aunque si se entraba en detalles era increíblemente distinto.

Las hojas de los árboles estaban casi petrificadas en las ramas, silenciosamente quietas. Nada se movía. Ni siquiera el aire. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la partida? ¿Quince, dieciséis, dieciocho años?

Todo estaba sorprendentemente igual, sólo que algunas caras ya no estaban y en otras las arrugas eran más profundas.

La luz de la calle se encendía y se apagaba en intervalos de siete segundos, obligando a los ojos a un repetido trabajo de acostumbramiento para poder ver.

El cielo estaba como siempre, con más estrellas que cualquier otro cielo. Aunque no parezca cierto, es verdad; vaya a saber por que razón, el cielo en esta parte de la tierra tiene más estrellas. La Vía Láctea parece estar allí nomás, estirando un poco la mano. Las Tres Marías y la Cruz del Sur brillan con más fuerza, dándole un toque mágico a la bóveda oscura.

Eran las dos de la madrugada y el calor continuaba siendo insoportable. Algunos vecinos permanecían sentados en la vereda y de adentro de las casas salían vómitos de infierno.

Todo era igual. Una tormenta invisible a mis ojos disparaba flashes que blanqueaban el cielo, pero las estrellas seguían allí, dispuestas a quedarse para siempre.

En uno de esos destellos me pareció ver a don Carlos Andriossi charlando con mi viejo, sentados en el banco de cemento. Un engaño de la vista, un simple espejismo de la nostalgia, porque ya no quedaba ni tan siquiera el banco de cemento.

La camioneta “Baqueano” de Miguel, gracias a eficaces planes económicos de gobiernos igualmente pervertidos, se había transformado en una Chevrolet “Apache”, igual de vieja, igual de destruida. Casi igual que tantos años atrás.

Doña Ñata, igual que siempre lo había hecho, salía de a ratos de su casa y curioseaba hacia ambos extremos de la calle, como buscando algo que se negaba a aparecer y después de unos minutos se perdía en la oscuridad de las habitaciones.

Había demasiado silencio como para no reconocerlo, demasiada calma. El aire espeso parecía que sólo podría cortarse con tijera y se negaba a entrar en los pulmones. El aire tenía demasiados presagios, como aquel aire de tantos años atrás, muchos más todavía que los años de mi partida. Treinta, treinta y un años atrás.

Aquella vez había sido más temprano. Como si fuera hoy lo recuerdo. El Coquito Vuarino venía caminando por el cordón de la vereda con las manos extendidas en cruz para no perder el equilibrio. Tenía apenas seis años, pero su espalda estaba encorvada, quizá por el peso de haber perdido hacía poco a su padre.

Era febrero, lo recuerdo bien porque era carnaval y en un par de días iba a cumplir años. Como siempre, Pirincho y José me regalarían un pomo o una careta, regalo repetido hasta que se fueron de la cuadra.

Cuando pasó cerca mío, el Coquito me dijo algo, no sé qué. No contesté nada porque él tenía fama de pendenciero y yo de bastante cagón. Al no tener respuesta siguió como venía, con los brazos en cruz haciendo equilibrio, hasta perderse dos esquinas más allá.

El Corso sería por la avenida principal, desde la esquina de la ESSO hasta la del kiosco de Figueroa, y el palco estaría en la vereda de la Pileta Municipal, al lado del kiosco de mi tío Alfredo. Dos cuadras en las que, durante tres horas, carrozas, disfrazados y gente con ropa de domingo, irían ceremoniosamente de una punta a la otra respetando rigurosamente el sentido de las manos de la calle.

-Hola que tal, cómo anda don Fulano...
-Bien y usted, cómo ha crecido la nena...
-Vio don Fulano, los chicos crecen...

...y después el chisme obligado de “viste lo corto que era el vestido de la nena” y de “yo no se de dónde sacan plata, se tomaron como tres Bidú Cola cada uno..”.
Ida y vuelta, vuelta e ida... De vez en cuando una parada en alguno de los bares improvisados para tomar una Coca, una Pepsi o una Bidu Cola.

Los bares o como se los quiera llamar, los facilitaba una marca de gaseosa. Una armazón de chapa puesta sobre la vereda, de tres metros por tres metros, donde se amontonaban salchichas, choripanes y tambores con hielo para tener la gaseosa helada y por supuesto los porrones de cerveza.

El nuestro, mejor dicho el de mi padre, era de la Pepsi y era el más organizadito. A diferencia de los otros dos, tenía mesas y sillas que noche a noche viajaban a nuestra casa en el Manchester.

El Manchester se llamaba exactamente así, sin ningún otro signo visible que lo identificara si era Ford o Chevrolet o alguna otra marca de fábrica conocida. El Manchester era un camioncito modelo '27 (lo se, porque siempre recordaban en casa que era del mismo año en que nació mi madre) que arrancaba al primer golpe de manija. Verde inglés desteñido por el tiempo, era el transporte que teníamos cuando promediaban los '60.

Las mesas de lata habían sido prestadas por el distribuidor de la Pepsi, pero las sillas eran las de casa. Había de dos tipos. Unas diez que usábamos en la cocina y otras tantas de nuestro comedor, de cuero repujado. A las seis de la tarde todo el mundo quedaba parado en la casa hasta la hora que finalizaba el corso y así hasta mañana.

El Coquito se perdía de mi vista más allá de la esquina del Marconi y la tardecita se iba poniendo insoportable. El aire estaba pegajoso mientras descargábamos las sillas. No se movía una hoja.

Allá a lo lejos, al sur, hacia el fondo de la calle, se divisaban unos nubarrones negros, que de tanto en tanto eran cruzados por unos latigazos de luz intensa. Demasiado lejos para tenerlos en cuenta.

Los bomberos, que eran los organizadores de esa parodia de Carnaval Carioca, comenzaban a colocar las mesas en los extremos de las calles. Traían parsimoniosamente las entradas y distribuían las tareas para esa noche de trabajo.

Igual que treinta y pico de años antes, un tajo de aire helado se coló por todos los rincones. Fue un aviso, nada más. Fue un decir: ‘prepárense porque acá vengo’, una señal para que entendiera hasta el más desprevenido. Después nuevamente la calma y el silencio.

No lo entendimos aquella vez mientras los nubarrones seguían rodando desde el sur con su carga de viento y de granizo.

La poca luz del atardecer se hizo noche y desde el fondo de la avenida principal parecía venir un malón de almas de Pampas y Ranqueles, dueños antiguos de esa tierra. En esa confusión de viento, tierra, granizo, lluvia y ramas que crujían, se hizo más difícil distinguir si era más importante salvar la vida o salvar las pocas cosas que habían podido conseguirse en una vida.

El Manchester, que arrancaba al primer manijazo, se negaba sistemáticamente a funcionar. No había cebadores ni aceleradores que lo sacaran de su susto. No sé cuanto tiempo pasó. Yo tenía agarrado firme el volante y agitaba violentamente el pié sobre el acelerador y mi papá le daba cuerda a la manija. Primero fue como una tos y la voz de mi viejo diciéndome: mantenelo acelerado a fondo. Mis casi seis años tiritaban todos por el miedo a la tormenta.

Una vecina se apiadó de nosotros y diligente nos comenzó a guardar las sillas en el zaguán de su casa. Los árboles se arqueaban casi hasta tocar el suelo y el granizo despedazaba su follaje. El ‘Pampero’ empezaba a hacerse sentir con toda su furia.

El Manchester tosió dos, tres, cuatro veces y despidiendo un humo negro comenzó a marchar con ese cafere cafere cafere clásico de los motores de la época. Como buen modelo '27 no tenía limpia parabrisas y mucho menos vidrios en las puertas. El agua entraba por todos lados y aunque me había hecho nada pegado al cuerpo de mi padre, el granizo dos por tres me cascoteaba el cuerpo.
Las tres o cuatro cuadras que había hasta mi casa fueron eternas. El Manchester avanzaba a duras penas, tosiendo a cada paso, seguro por algún cable mojado. La noche se hizo más noche de repente. Con un chispear atolondrado de cables en el suelo, el pueblo entero se quedó sin luz. Casi al unísono un rayo cayó en el pararrayos de la Policía, apenas a una cuadra de donde veníamos nosotros. El estruendo fue impresionante, como si mil bombas juntas hubiesen reventado al lado nuestro.

Doblamos en la esquina, ya con el viento de cola el camioncito viajaba más ligero.
Todo era igual treinta y tantos años después. Igual el viento helado, lleno de presagios, cortándome la cara.

De pronto el silencio dejó de ser silencio. Los árboles sacudieron su modorra y comenzaron a agitarse como locos. Nuevamente el tropel de almas de Pampas y Ranqueles bajaron en sus caballos desde el sur, arrancando todo lo que encontraban a su paso. La pampa quería reducir a nada a ese grano de hierro, ladrillos y cemento crecido en sus entrañas.

Los cables comenzaron a chocarse cada vez con más furia y nuevamente la noche se hizo más noche. Como entonces, un rayo descargó su furia eléctrica sobre los techos de la Policía.

Una cortina de agua cayó con fuerza sobre la tierra hirviente, despidiendo un olor gratificante. Nada podía verse más allá de los cuarenta o cincuenta metros. El agua parecía una muralla. El granizo comenzó a repicar una melodía acompasada en los techos de chapa y empezó con su siembra de destrozos, igual que entonces, treinta y tantos años antes. Los árboles se arqueaban con un ruido estremecedor y de tanto en tanto resignaban una rama, que pesadamente terminaba en el suelo. Otros, los más viejos, no resistían al empuje del ‘Pampero’ y lentamente se entregaban a la muerte dejando sus raíces en el aire.

Una vez más fueron la lluvia, el viento, los rayos y el granizo, las manos vengadoras que manejaron las boleadoras y las lanzas del Pampa y del Ranquel contra las casas de los hijos de los huincas. De esos huincas que arrasaron sus tierras, que cegaron sus vientres, que alambraron sus campos y los convirtieron en olvido.

Y después, igual que siempre, el aire helado del silencio previsible de la historia, como si nunca hubiese ocurrido nada.


Inspirado en La Carlota, escrito en San Luis, enero de 1997.-



Aurora




Sólo faltaban en el aire el olor a cuero, mezclado con el de la banana y la manzana. Tampoco estaba el color marrón de los portafolios. En su lugar, un sinnúmero de amarillos, verdes, rojos, azules y violetas ocupaban las pequeñas espaldas enfundadas en blanco.

Caminamos despacio por un pasillo corto hasta llegar a un patio inmenso. Treinta años después sentí el mismo miedo. Sólo que mi miedo era ahora el de Emiliano. Caritas nuevas en todos los rincones, manitas aferradas a sus madres y a sus padres.

Todo ese blanco movedizo era igual, pero extrañaba el olor de la manzana y la banana y también el del cuero nuevo. Esos fueron mis olores en la escuela. Sonó el timbre, igual a mi timbre -se me ocurrió- como si el tiempo no existiera. Ninguno de los tres quería que sonara. A Malena le daba igual, es más, de seguro prefería que así fuera. Volvimos al patio delantero donde esperaba una maestra.

Recordé todo el ritual: levantarse a las siete, lavarse los dientes, lavarse la cara, tomar la leche entredormido, controlar el lustre de los zapatos, ponerse el guardapolvo y papá insistiendo con las fotos. Esa calle, tantas veces recorrida, hoy era distinta.

- “Emi, parate allí con Malena y con mamá que les saco una foto. Ahora al lado del busto de Belgrano...”

Emiliano formó fila donde le indicaron y quien sabe por qué, comencé a pensar zonceras, a imaginarlo en el secundario, en la universidad... Primer Grado, primer día y yo pensando esas zonceras...

Me sorprendió una costumbre de la escuela. Los chicos más grandes formaron un pasillo humano por donde caminaron los ingresantes a Primero, en medio de un caluroso aplauso de bienvenida.

Se me hizo un nudo en la garganta que fue creciendo y creciendo hasta el Aurora, tantas veces cantado mientras la bandera subía y subía en otros cielos.

Alta en cielo, un águila guerrera... los ojos se me comenzaron a nublar ... audaz se eleva, en vuelo triunfal... quería ver como subía la bandera y no podía... Azul un ala, del color del cielo, azul un ala del color del mar... Aunque quería disimularlo no podía, miraba a todos lados y a ninguna parte... Es la bandera, de la patria mía... y finalmente cayó la primera lágrima, laaarga, larguísima... del sol nacida, que me ha dado Dios... Quería cantar y era imposible... Es la bandera, de la patria mía... Los hombres no lloran, pensé e inmediatamente me di cuenta de que era una estupidez... Punta de flecha, el aureo rostro imita... Quería ver a Emiliano y no podía... y forma estela al purpurado cuello... restregué mis ojos para no quedar al descubierto... el ala es paño, el águila es bandera... insistía en sacarme una basurita inexistente de los ojos... Es la bandera de la patria mía, del sol nacida, que me ha dado Dios...

Después nuevamente los rumores y los ‘hola’ y ‘¿te acordás?’ de los compañeros que se reencontraban y mi hijo en lenta fila india hacia ese lugar que se me ocurría lleno de misterios...

Como en aquel lejano primer día, fui yo también el que lloré, aunque creo que esta vez fue porque quería quedarme junto a mi hijo.

San Luis, marzo de 1997.-






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