lunes, 18 de enero de 2010

Escritos desordenados

Fuego 



Dije fuego y lo imaginé, irreflexivamente, como presencia omniscente. Esencia pura, cuasi inmaterial, profundamente sabia. Lo vi, intenté palparlo en la materialidad incorpórea de la llama. Danza embrujada que transforma materia en aire y así desaparece. Y surgieron de inmediato consecuencias y no causas. Incansables volteretas de una llama que a cada instante dejaba de ser ella para transformarse irremisiblemente en pasado. Tiempo y fuego, los dos la misma cosa. Presente perpetuo camino a ser olvido. Sólo algunas cenizas quedarán para el recuerdo. Tiempo y recuerdo: la muerte del uno por el otro, reciclando la lucha en forma permanente. Civilizaciones quemadas por el fuego, inmoladas por el tiempo, pensé. Fuego y tiempo, dueños del poder que cauteriza las heridas. Dije fuego y me imaginé palabra dicha. Instante fugaz en que convocamos a las cosas a que sean tal cual las imaginamos, y después, en lo que demora un chasquido de mis dedos, otra vez silencio poblado de sentidos. Me imaginé fuego y dije palabra; palabra reconocible por su huella, tan solo por su huella, tan sólo por su fuego. Fuego irreverente, moldeador de conciencias, creador de tempestades, terror de la palabra. Así inmateriales, inocentes como la llama de una vela, pero a la vez incontrolables, arrasadores; fuego y palabra: energía desbocada, los dos la misma cosa. Y otra vez la llama frente a mi, para decirme del fuego omnipresente, atravesable en todos sus sentidos, impalpable y de esencia milagrosa, demostrable sólo por sus huellas. Calor de hogar; el fuego atraviesa la madera. Continente y contenido, que sobrepasa los límites de lo aprehensible fácilmente. 



Fuego que contiene al agua que lo apaga y, sin embargo permanece siempre encendido, renovándose en cada acto cotidiano que inicia un fósforo, una chispa. Fuego que evapora al agua que lo apaga y, sin embargo sucumbe permanentemente ante ella. Constructor de castillos que algún día terminará seguramente devorando. Fuego hijo del tiempo y viceversa. Fuego instante, fuego, simple y esquizofrénicamente fuego. Me dejo atrapar en sus volutas y ardientemente me transformo en cielo. 


De como comer un buen racimo de uvas 


Ese acto tan simple, tan cotidiano y repetido de comer debe tener, como dios manda un significado trascendente, porque en él se trasunta el milagro de la transformación y de la vida. De arroz a carne y de carne a pensamiento. Sin un plato de arroz, no hay filósofo que sobreviva, ni tampoco que genere conocimiento. Existen muchas formas de comer, quizá tantas como hombres haya sobre la tierra, pero hay tres o cuatro que son las más reconocidas: engullendo, despaciosa, placentera y displicentemente. Pero en merito a la trascendencia de este acto cotidiano, quiero referirme a una y sólo a una de las formas mencionadas. Mis más de ciento veinte kilos sirven cómo sólido testimonio de que hablo conociendo las causas y los efectos. Hablo, por supuesto, de la forma placentera. Aunque mis detractores seguramente harán objeto de burla a este escrito, no dudo en comparar a este acto de comer con el del sexo, no de amor, sólo de sexo. No sólo de vagina y pene se nutre el sexo, sino que intervienen en el factores decisivos. Piel contra piel, beso contra beso, el olor de las hormonas, los gemidos repetidos, las fantasías individuales y compartidas de los amantes, el sudor entremezclado, el puro placer y también la culpa... Todo esto hace que vagina y pene sean nada más que una escusa para el estallido final, pero sin todo lo demás, el sexo sería por demás aburrido. Pasa igual con la comida y en este caso particular quiero hablar sobre cómo comer un buen racimo de uvas. Sin dudas, para la elección influirán los factores personales y porque no las influencias culturales, pero, de todas maneras, allá vamos. En principio debemos elegir una buena verdulería. Que cómo se hace?, sencillo: intervienen aquí la vista y el olfato y porque no una pizca del oido. Una buena verdulería que se precie debe estar perfectamente limpia y ordenada. Sobre la balanza no debe haber restos de verdura, ni tampoco la tierra de las papas. Pero el punto dominante lo determinará el olfato. En esa inconfundible alegría de olores de las frutas, donde predominan duraznos y manzanas, nuestro olfato deberá poder distinguir cada olor en forma disociada: manzanas con manzanas, peras con peras, duraznos con duraznos, sandías con sandías, melones con melones, pero nunca, pero nunca nunca, deberemos detectar el olor de una fruta descompuesta. Con inhalaciones suaves pero profundas iremos descubriendo la magia de cada olor (se recomienda cerrar los ojos para esta tarea), separarlo despaciosamente hasta individualizarlo por completo. Recorreremos y compararemos mentalmente con la galería de olores que atesora nuestra mente y daremos, tajantes, un veredicto. Una vez superada esta etapa, vendrá ahora la selección visual. Los colores intensos generalmente garantizan un sabor insuperable, aunque esta regla sirve solamente para aquellos alimentos que no hayan sido alterados genéticamente. Morado negro en la ciruela; rojo violento en la manzana; terciopelos amarillos, los duraznos; el negro rebosante de las brevas. También vale la pena poner en marcha el sentido del oído y escuchar los comentarios de los vecinos respecto de tal o cual fruta sabrosa o desabrida. Elegido está, entonces nuestro racimo de uva -recomiendo la variedad cereza por las razones que a continuación detallo: dulce, aunque no empalagosa; con un perfecto equilibrio entre carnosidad y semilla; piel resistente pero no dura; grano grande que permite una mejor limpieza. Lavamos el racimo con cuidado, deteniéndonos en cada grano y escurrimos hasta que quede apenas húmeda. Se puede disfrutar de cada acción como si fuese la última. No se recomienda comer como los romanos que arrancaban el grano del racimo con los dientes. Es mejor tomarlo con los dedos para apreciar la resistencia del grano a ser desprendido del racimo, el tac o crac casi imperceptible cuando pasa del nido natural a nuestra mano. Cual si besáramos a virginal princesa, dejamos entrar a la uva en nuestra boca. La lengua hará un minucioso estudio de redondeces y orificios. Cada tanto detendremos nuestra lengua en esa ausencia de escobajo que deja escapar una lágrima de sabor que detiene nuestras ganas de morder. Una lágrima, sólo una lágrima de sabor que aumentamos a placer, presionando apenas ese pequeño mapamundi de dulzores. Presionar y aflojar, aflojar y presionar, midiendo a cada instante la resistencia de su piel, imaginando la explosión definitiva, la alegría del sabor, la incomparable levedad de ese momento, casi orgásmica. Tan lentamente como podamos nos acercaremos a ese destino final e infinito donde la materia comestible comienza a transformarse en pensamiento. Ponemos en guardia todos los sentidos, adivinamos el tum tum del corazón tensionado, contenemos una fracción la respiración y aplicamos cobarde o valientemente, según crean conveniente, la estocada final con nuestras muelas. La explosión final anuncia un nuevo juego que comienza nuevamente en la punta de los dedos. 


Trampas 

Los dos sabemos que estamos haciendo trampas... Pero ninguno renuncia al juego inventado a medias, a medias por necesidad, a medias por cariño. Sucede los viernes en la noche, algunos, no todos. Viernes, el día marcado para las trampas. Fingiremos inocencia, pero no hay tal candidez, los dos lo sabemos. Yo dejaré destendida su cama y rezongando me quejaré porque "no tienen voluntad para hacer nada", tan poca voluntad como la mia. Y así, llegará, tirará sus cosas sobre el sitio destinado al descanso. Desorden total, imposible de organizar en pocos minutos... Y me iré a dormir dando órdenes que sé de antemano que nunca cumplirán. Viernes a la noche, permanecerá en vigilia mientras duermo. Y después, ya seguro de mi sueño, se internará en el tibio de mi cama, haciendo también él la trampa acostumbrada. Y me enojaré al despertar porque se acostó "como los perros", es decir, una metáfora para significar "con la ropa puesta". Gigante, inmenso, cinco kilos más pesado que yo, lo que es demasiado decir; un metro ochenta... Pero todavía con su olorcito a bebé (o a mi se me ocurre) a pesar de sus 16 años. Y la cama se hace menos extensa; esa inmensa planice de dos plazas y media ya no es tan grande y fría y él recupera a su padre de fin de semana. Y por la mañana nos pelearemos para disimular ambos que sabíamos la noche anterior, que nuevamente volveríamos a hacernos trampas. 

Sobre Lípidos y Sueños 




-¿Dónde habrán quedado nuestros sueños?, me pregunté mientras viajaba. En la radio sonaba algo inusual para estos tiempos: Quilapayún. -¿En qué lugar oscuro los perdimos? El atardecer era una postal de la perfección misma. Veníamos de Buenos Aires y mis hijos dormían su sueño de travesuras en el asiento trasero del auto. Ya habíamos pasado Río Cuarto y el ocaso pintaba de rojo cielo y tierra. El sol se animaba después de cuatro días de lluvias y de vientos. A la orilla de la ruta se multiplicaban los espejos donde árboles y cielo se conjugaban para desmentir la línea interminable de horizonte. Nada era como en verdad era. Los pájaros volaban en profundos cielos que salían de la entraña misma de la tierra. Nada era verdad, sólo la magia del verde de los cultivos de maíz y el olor a pasto mojado que lo inundaba todo. En la radio seguían los Quila y la nostalgia de un locutor de algo menos de cuarenta: “La cantata de Santa María de Iquique recuerda la matanza de obreros...” -¿Dónde quedaron nuestros sueños? ¿Reconvertidos? ¿Mediatizados? ¿Privatizados? ¿Samhantizados? ¿Descabezados? ¿Globalizados? ¿Mecanizados? ¿Descuartizados...? - “Esta canción, mejor dicho esta marcha -insistía con un dejo de nostalgia- fue creada a comienzos de la década del ‘70 para la campaña que lo llevó a Salvador Allende a la presidencia de Chile...” mientras los Quila enardecían multitudes con su música... levantan ya banderas de unidad, de norte a sur, se movilizarán y tú serás ardiente batallón... -¿Dónde habrán quedado nuestros sueños? ¿Pervertidos? ¿Mutilados? ¿Sonrojados? ¿Averiados...? - “¡El pueblo unido, jamás será vencido...!” Y en la perfección de la tarde se cruzó la imagen de José Luis Cabezas, de Teresa Rodríguez, de los pibes que lavan autos en la plaza, algunos apenas un chichón del suelo, esos que tienen que pedir ayuda para alcanzar la mitad del parabrisas. - “Millones ya, se movilizarán...” pregonaban los Quila Y se cruzaron en mi mente las palabras de Rosita, cuando socarronamente me decía: “Lo que pasa es que a vos ya te llegó la edad de los lípidos” y sus palabras hablaban mucho más allá de mis 127 kilos. - ¿En qué lugar quedaron nuestros sueños de justicia, de igualdad... esos sueños que nos movilizaban hace apenas diez o quince años atrás? Destrozados. Engañados. Fusilados. Reconvertidos. Privatizados. Anquilosados. Mediatizados. Sonrojados. Prostituidos. Avergonzados. Olvidados. Pervertidos. Escondidos. Desmentidos. Negados. Condenados. Las palabras de Rosita siguieron retumbándome en la cabeza como la premonición de una condena: - “Lo que pasa viejo, es que vos, aunque no quieras y no lo asumas, ya entraste en la impiadosa y vergonzante edad de los lípidos”. San Luis, diciembre de 1997 

Córdoba 



Salvajemente tierna. Dulcemente triste. Te aprieta, te asfixia... te toma, te abraza, te besa y te abandona. Revolucionariamente conservadora en sus campanas y desdentada en la Pelada de la Cañada. Rematadamente cuerda. Triste. Sola. Con una historia que vale mil historias juntas. La tuya y la mía... pasado. Subo al bondi y me inundo de su perfume a Córdoba y descubro que jamás podré dejar de pertenecerle, porque se mete en mi piel, me corroe las entrañas, me deja su marca, me destruye los huesos y finalmente me besa y me ama. Renacer y Cuarteto y Furia... La Docta. Nada más. 
San Luis, algún día de 1989 



Pero, ¿cómo se los explico? 

Se que es difícil comprenderlo, aunque aún más difícil es decirlo. Aquí, en este lugar que me dio tanto, siento que tanto es lo que he perdido. Entre tanto sentimiento confundido siento que me falta cielo, siento que me falta el aire. Pero cómo se lo explico a mis seres queridos. Fui yo y no otro, el que apostó a este destino. Me falta aire, me falta cielo. Me falta campo y mates en la puerta, cuando el sol despunta en el extremo del río. Me faltan horizontes sin límites, tengo nostalgia de pampas infinitas. Pero cómo se los explico a mis seres queridos. Me faltan los olores, me faltan mis olores a paraíso florecido. Me faltan mis colores, me falta el verde intenso de los árboles, los dorados del otoño, y el rojo encendido de esa línea interminable donde cielo y tierra mienten un abrazo cuando cae la tarde. Me falta el baño de siesta de verano en las barrosas aguas de mi río. Me falta ombú en el patio de la escuela. Me falta el café después de almuerzo en el bar con los amigos. Me faltan historias compartidas, los ¿te acordás? de las aventuras repetidas una y otra vez como una letanía. Pero cómo se los digo a mis seres queridos. Me faltan silencios y perros ladrando mis silencios en la inmensidad de la noche. Y a esa noche le falta Cruz del Sur y el rosario brillante de estrellas que acompañan su camino. O lo que es peor: intuyo su presencia en algún lado sin alcanzarlas con la vista. Pero cómo se los digo a mis seres queridos. Aquí, en este lugar tan cargado de mis ausencias están todas sus presencias. Acá están sus olores, acá están también sus ruidos. Acá, en este lugar tan cargado de ausentes tan presentes, está todo lo que tienen y está todo lo que quieren. Acá, en este lugar donde los presentes me resultan tan ausentes, está su familia, sus raíces, acá está todo lo que yo ya he perdido. Siento que soy un exiliado y con culpa siento que repetirían ellos el ciclo repetido si yo recupero el olor de paraíso perdido o el ocaso en el río. Serían ellos exiliados, tan exiliados como yo y mi destino. Nada de lo que está me pertenece, ni pasados gloriosos, ni la sierra ni el vino. Soy pasado de gringos, soy pasado de siembras, de arados y de exilios. Somos pasado de historias desparramadas al viento que en cada generación buscó un nuevo destino, desde que Santiago (creo que así era su nombre) se embarcó con pasaje de tercera al Río de la Plata en los años en que Sarmiento era o sería presidente y Roca se disponía o masacraba a los indios. Hasta esas precisiones se perdieron entre tanta mudanza recorriendo montañas, mares, pampas y el cruce de algún río. Somos pasado de historias desparramadas al viento que floreció en el Paraná a fines de aquel siglo, pero como los camalotes no pudo echar raíces y continuaron su exilio. De ochocientos kilómetros el hilo, de cuatro puntas el ovillo, tantas como los hermanos que a este mundo vinimos, a repetir la historia, a repetir exilios, a repetir olvidos. Pero cómo se los explico a mis seres queridos.

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